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Tirones de oreja, escarmientos y repasatas

13 julio 2020

Una señora llega al servicio de urgencias del hospital con un corte en la ceja. Su hija, drogadicta desde los 13 años, la ha golpeado tras acudir a su domicilio a pedirle dinero para comprar drogas por segunda vez en 24 horas...

Una señora llega al servicio de urgencias del hospital con un corte en la ceja. Su hija, drogadicta desde los 13 años, la ha golpeado tras acudir a su domicilio a pedirle dinero para comprar drogas por segunda vez en 24 horas, como tantísimas veces en los últimos 19 años. Le ha quitado el móvil y le ha sustraído del cajón de la cómoda los últimos 50 euros que le quedaban de la prestación no contributiva que percibe mensualmente. El facultativo médico emite el preceptivo parte de lesiones y lo remite al juzgado, que abre las oportunas diligencias. Se le recibe declaración a la hija agresora que lo niega todo argumentando manías persecutorias de su madre, que se mete en todo y no la deja vivir tranquila, dedicándose únicamente a hacerle la vida imposible, meterle malos rollos e importunarla. La madre agredida, por su parte, declara ante el juez que ya no puede más, que lo ha intentado todo con su hija pero que resulta imposible llevarla por el "buen camino" y sacarla del negro pozo que está ahogando la vida de ambas. Que le quita el dinero, se lo roba si se niega a dárselo y la amenaza y golpea con saña si no lo encuentra, o le vende objetos de valor y electrodomésticos para costearse el maldito veneno que ha arruinado su joven vida. Dice que le duelen los golpes, los insultos y los desprecios pero, aun teniendo su hija 32 años, no la echa de casa porque, aunque a veces se marcha durante varios días seguidos sin decir nada, más le duele vivir con la angustia de no saber cómo estará, ni con quién ni dónde, si come, si tiene techo o simplemente si sabrá volver a casa. Que pide que no la castiguen, que es buena chica, pero en el instituto se dejó mal llevar por confiada. El fiscal pide prisión, alejamiento e incomunicación y ella un tirón de orejas, un escarmiento, una repasata. Llega el día del juicio y se absuelve a la agresora pues la agredida, cuyo testimonio es la principal prueba de cargo, acogiéndose a su derecho, no declara. Por ver a su hija de vez en cuando, saber que vive, darle una muda de ropa limpia, ponerle un plato caliente y hacerla dormir en su cama; prefiere callar ante el juez y aguantar golpes, insultos y patadas.

El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define víctima como la “persona que padece las consecuencias dañosas de un delito”. 

En efecto, cada vez que alguien lleva a cabo una acción delictiva otro individuo, directamente en su persona o bienes, o indirectamente a través del menoscabo infligido a un tercero con quien esté vinculado emocionalmente, sufre las consecuencias de dicha acción delictiva. Esta concepción de víctima en su doble vertiente es la que adopta el legislador al promulgar la Ley 4/2015, de 27 de abril, del Estatuto de la Víctima del Delito, que en su preámbulo lo menciona expresamente del siguiente modo: “Se parte de un concepto amplio de víctima, por cualquier delito y cualquiera que sea la naturaleza del perjuicio físico, moral o material que se le haya irrogado. Comprende a la víctima directa, pero también a víctimas indirectas, como familiares o asimilados”. 

El Derecho aspira, no solo a castigar al delincuente sino también a garantizar la reparación de la víctima mediante distintas medidas de justicia restaurativa que procuren la reposición material y moral de las víctimas de los perjuicios derivados del delito.

Sin embargo, en muchas ocasiones tener la condición de víctima puede llegar a convertirse en un auténtico artículo de lujo que muchas personas no pueden permitirse, algo inalcanzable e inasumible por parte de quienes, movidos por un sentimiento o motivación “de carácter superior” no quieren, o no pueden, sostener una acusación en un proceso penal más allá de la primera denuncia. Personas que, siendo insultadas, golpeadas, humilladas y expoliadas prefieren renunciar al castigo del ofensor y a la reparación moral y material del daño sufrido por no causar, a su vez, daño al victimario; o evitar que las medidas cautelares o penas impuestas por el juzgado le pongan en una situación más gravosa de la que ya se encuentra. Hay quienes por su condición de madre o padre callan ante agresiones y abusos que reciben por parte de sus hijos por no perjudicarles, padres y madres que prefieren sufrir en silencio por no tener que ver cómo sus hijos resultan condenados, o que se les imponen medidas de alejamiento e incomunicación que empeoran su situación al verse privados de un alojamiento y unos cuidados que fuera de su domicilio no reciben. En otras ocasiones, no denuncian para evitar empeorar la violencia de la que ya son víctimas en caso de que llegue a condenarse a sus allegados agresores. En tales casos no resulta fácil entender dicha actitud de permisividad por parte de las víctimas. No se trata de conformismo ni masoquismo, sino de que el amor unas veces, y el miedo otras, les obligan a soportar todo tipo de ofensas por parte de quienes más cariño debieran recibir. No hay que reprocharles nada en ello, sencillamente "el corazón tiene razones que la razón ignora"1 y en el juzgado no se dan tirones de oreja, ni escarmientos ni repasatas.

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Notas.

1.- Blaise Pascal, polímata, matemático, físico, teólogo católico, filósofo y escritor francés del siglo XVII.

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