El pasado día 25 de noviembre conmemoramos el día internacional contra la violencia de género. Es mucho lo que se ha escrito sobre este asunto y, por desgracia, se sigue escribiendo. Y digo por desgracia, porque lo ideal sería no hablar, no porque miremos para otro lado y no afrontemos el problema, sino porque no existiese este problema y, por supuesto, no tener que conmemorar semejante día porque no hubiese hecho que conmemorar. Pero lejos de vivir en una utopía, vivimos en una realidad social que nos obliga a hablar con frecuencia de un asunto que nos debe avergonzar como seres humanos, lo que se ha dado en llamar “violencia de género”, que no es otra cosa que seres humanos matando a sus semejantes, privándoles del bien más preciado que nos da la vida.
Es de justicia reconocer que es mucho lo que, desde las distintas instituciones, se viene realizando para atajar este problema que se extiende sin piedad y que nos afecta a todos. Pero también es cierto que este tipo de problemas, que no coyunturales sino que están arraigados en lo más profundo de la sociedad, no se solucionan con medidas legales ni con represión -que sí que ayudan a paliarlo, controlarlo y reducirlo-, sino que requieren de una labor mucho más profunda que incida sobre la educación, la mentalidad, la conciencia y demás elementos que constituyen o conforman la personalidad humana. Pues, esa labor desarrollada desde la infancia, posiblemente logre que las generaciones venideras se respeten mutuamente, pero no por imposición sino por convicción, asistiendo, quizás, a la desaparición de esta lacra que hoy ocupa estas líneas, evitando volver a conmemorar este día que a todos nos avergüenza.
Por lo tanto, aún consciente de la dificultad que esto supone, centremos nuestros esfuerzos en erradicar esta conducta violenta, primitiva e irracional, a través de la educación, del respeto por los principios de convivencia y, en general, de la recuperación de los valores que, generación tras generación, se vienen perdiendo. Es el momento de desarrollar y ejecutar medidas curativas, y no sólo paliativas, ya que éstas inciden directamente sobre la víctima, protegiéndola, pero alterando su vida y reduciendo su ámbito de libertad, mientras el agresor campa a sus anchas.
