La comunicación es lo que nos diferencia del resto de los seres vivos. Es de las primeras habilidades que todos aprendemos pero que muy pocos llegan a dominar de manera eficaz. Es ese don tan preciado que nos permite relacionarnos y vivir en sociedad; decir aquello que queremos, que tememos, de lo que nos alegramos, por lo que lloramos y reímos.
Voluntaria o involuntariamente, siempre comunicamos. Ahora bien, lo verdaderamente interesante no es tanto lo que se dice cuanto lo que se entiende, lo que se interpreta. Es responsabilidad del emisor, pues, que sus palabras sean fieles a su pensamiento y así de fieles sean percibidas por el receptor. Es ahí cuando entran en juego las emociones, esas reacciones psicofisiológicas que nos impulsan a actuar. Vivimos en una sociedad cada día más emocional en la que vende más el envoltorio que el producto en sí: neuromarketing, neuropolítica, neurociencia, neurocoaching, neurocomunicación… Las emociones van copando y ocupando nuestras mentes por encima de toda lógica. Ese nivel emocional de la comunicación condiciona el nivel racional y cuando las palabras irrumpen en nuestro cerebro, nuestras emociones salen a flor de piel, dando prioridad a esos estímulos que persuaden, que convencen y que vencen al auditorio.
Son múltiples los factores y los elementos que dotan de emoción a nuestras palabras, que hacen que acaricien almas, que conquisten corazones, que sean el motor que posibilita o que impida que existan avances en nuestra sociedad. Nuestros patrones comunicativos deben cambiar dependiendo de a quién tengamos en frente. No se trata de reprimir nuestras palabras, sino de controlarlas, de mimarlas, de cuidarlas para conseguir el efecto deseado. Consiste en sobrepasar el nivel de la lógica para actuar directamente en el nivel de los instintos.
Emociona con tus palabras. Palabras para sentir.