El alba rompió empañada por el humo del combate del día anterior. La sangre vertida embarrizaba el terreno, los cadáveres, (que se contaban por miles) hacían imposible caminar sin tropezar. Peor aún era el hedor a muerte, el aliento de la parca cada vez alcanzaba a más y más desgraciados.
Con el primer rayo de luz, Sarmiento pasó lista. De los doscientos ochenta hombres que mandó a defender la ciudadela norte, tan solo quedaban doce, y no en muy buenas condiciones, aun así, todavía les quedaba bastante guerra por dar. El maestre de campo subió a las almenas y continuó con su recuento. De pronto hincó una rodilla en el suelo y emitió un grito ensordecedor. Un arcabuzazo le había alcanzado el muslo derecho de pierna. Sarmiento se apoyó en su bastón de mando y haciendo como que nada había pasado se volvió a levantar y tomó paso firme de nuevo.
En estas se encontró a Garci Méndez, su alférez, recostado a un muro de piedra. Aquel que un día dejó a Barbarroja sin palabras. Sarmiento se acercó y lo examinó. Dos disparos de arcabuz: uno en toda la panza y otro cerca del cuello, no muy profundo; y el rostro irreconocible, se ve que el fuego griego de esos perros había hecho de las suyas, pero ni con esas habían logrado matar a un soldado del emperador. El maestre, muy sosegado le preguntó a Garci Méndez que cómo se encontraba. ¨¿Cómo quiere vuestra merced que esté? Estoy malcontento de ver a vuestra merced así herido. Y en lo demás en ver la mucha gente que me han matado y la que está viva está tan cansada qué la cuento por muerta. Más placiendo a Dios, antes de que estos perros hayan acabado con nuestra persona, les costará tan caro que no lo pudieran pensar. Más si la voluntad de Dios fuese que no perdamos y vuestra merced quedare vivo, suplico me hagáis decir algunas misas por mi alma.¨ Dios bendito, si todos mis hombres fuesen como él. Se repetía una y otra vez Sarmiento, quien desenfundando una pistola bien cargada se la depositó en las manos a Garci Méndez, apretó las manos quemadas del alférez a la empuñadura, le instó a levantarse y rozó mejillas con él.
Durante toda la mañana Sarmiento organizó a la tropa, dio órdenes y elaboró algún que otro plan de emergencia. ¿Para qué? Se repetía. Si todos acabaremos enterrados en esta playa. Pero, ¿quién sabe? Lo mismo Dios se apiada de nosotros a última hora y acaba él solo con todos estos moros del Demonio. Reclamó al capellán y le obligó a dar por lo menos tres misas en apenas dos horas, y a la hora de la Comunión le dijo al padre que no escatimara en vino para los hombres, que a ver si con eso de que estaba bendecido y era sangre de Cristo le daba a la tropa la fuerza que necesitaba. Créanme que a la tercera Eucaristía el cura tenía perdido el gobierno de bastantes parroquianos. Y no miento si digo que en más de una bendición mandaron al religioso a la porra. Pero lo mejor se produjo en la última comunión, cuando un aragonés le arrebató al capellán las pocas arrobas de vino que aún le quedaban. Y ahí estaban esos pobres desgraciados, empleando sus morriones a modo de vaso y poniéndose cada vez más tibios. El pobre sacerdote no daba crédito y entre advertencias y que le forzaron a llenarse el gaznate de tinto, no pudo hacer otra cosa que esperar a que se terminase la sangre de Dios.
Poco duró la juerga. Pasadas ya las pocas borracheras que pudieron cogerse –más que nada por la falta de vino- Machín de Munguía dio aviso, los turcos se acercaban. Ahí llegaban, en tromba, como siempre. Ésta vez con los jenízaros al frente. Los españoles se prepararon, estaban dispuestos a aguantar el envite. Retrocedían muy poco a poco, siempre tras una ráfaga de arcabuzazos, intentando atraer al turco hasta otra mina que tenían cavada. Sarmiento dio orden de prenderla, pero nada, no estallaba. Calló en la cuenta de que aquella misma noche había estado lloviendo, con lo cual, para leches la puñetera mina. No les quedaba otra que salir de la Ciudadela Norte y retirarse a otra posición.
Un amplio foso con gran desnivel separaban una zona y otra de la fortaleza, pero los turcos no encontraron problema. Comenzaron a lanzar cadáveres al foso, intentando amontonar todos los posibles para crear una rampa humana y tengan por seguro, que el número de turcos muertos daba para cuatro rampas iguales. Cuando llegaron a los pies del castillo se encontraron con una tremenda ráfaga de disparos de arcabuz, pero aquello no era suficiente para contener el avance de los turcos. Hasta tres veces consiguieron los españoles expulsar a los invasores. Más a la cuarta, la pólvora se había agotado, ya no quedaba otra que lanzarse con uñas y dientes para resistir, el cuerpo a cuerpo estaba servido.
Por cada español había diez turcos, la superiridad era abrumadura, pero esos tercios trataron de mitigarla todo lo posible, echando de tajos, puñaladas, mordiscos, arañazos, coces y cabezazos. Aun así no podían hacer nada contra los mosquetes y arcabuces de los jenízaros, que para entonces ya disfrutaban cazando sin peligro alguno. El capitán Machín de Muguía agarró al alférez Garci Méndez y llamó a otros oficiales para retirarse al castillo. Garci Méndez, más muerto que vivo, vio cómo los turcos degollaban a su hijo ante sus ojos y ante aquello no pudo más que sacar fuerzas de flaqueza y reunir a todos los hombres que pudo, para que se dirigieran hasta el castillo. Sarmiento no creyendo lo que veía, dio orden a la tropa de seguir a Munguía camino del Castel Mare. Agarró con fuerza a Garci Méndez y le pidió que reuniera a unos pocos soldados para hacer frente a los turcos que llegaban por las calles y permitir así que el resto de la tropa pudiera replegarse. Y a Fe que los contuvieron, pero no por mucho tiempo, pues la marea turca arrolló con todos. Tan solo Sarmiento, Garci Méndez y dos coseletes consiguieron huir camino del castillo.
Continuará...