Bien sabe Dios que tras la salida de Venecia de la Liga el emperador hizo todo lo posible por convencer a la Serenissima, pero ésta tan ramera como siempre y con más miedo que vergüenza buscó una excusa a cada nueva propuesta. Que Carlos les prometía entregarles Castelnuevo, pues Venecia se negaba, porque claro, la honra de la República era grande y el agravio del emperador era mucha ofensa. Que aseguraba a los venecianos que no tendrían que enviar a hombre alguno para el combate, la pulcra aristocracia italiana lo despreciaba, pues ¿Cómo iban a ir esos puercos españoles a luchar en su nombre?
Pero lo mejor de todo es que los venecianos a la vez que hacían la cobra al emperador necesitaban a la Liga, los lances del turco no cesaban y el tiempo corría en su contra, así que empezaron a contarle chistes al demonio para proteger las posesiones y rutas que aun conservaban en el Mediterráneo Oriental, al estilo de Francia pero acojonados, haciendo un poco la Puta y la Ramoneta.
La cosa se ponía cada vez más negra para los 4.000 hombres acantonados en Castelnuovo, sin la ayuda naval de Venecia al emperador le quedaban apenas unas 40 galeras maltrechas para ayudar a sus soldados, y en ese entretanto el sultán había mandado construir una poderosa flota para retomar las posesiones perdidas contra la Liga. Barbarroja fue el encargado de gestar y capitanear la empresa, desde luego no había otro militar mejor.
Como es bien sabido, antes de toda tempestad reina una gran calma, y por eso Francisco Sarmiento, el comandante español al mando de la tropa se dedicó a reforzar la plaza, reparar las fortificaciones dañadas y construir otras nuevas. Pero tantos proyectos eran difíciles de acometer si los recursos necesarios no bastaban ni para empezar, así que Sarmiento envió a uno de sus capitanes con destino a España para que pidiera todo aquello que fuera necesario. A su regreso trajo más pena que gloria, desde el Consejo de Guerra le despacharon diciendo que mandar lo que quedaba de la flota imperial para auxiliar al contingente de Castelnuovo era demasiado arriesgado.
El verano se acercaba y el tiempo se agotaba para los acantonados, Andrea Doria preveía lo peor para aquellos pobres desgraciados, porque como dice el refrán más sabe el diablo por viejo que por diablo, y es que aquel lobo de mar a su edad se había dado de cañonazos hasta con el mismísimo Neptuno. De modo que rápidamente se comunicó con el emperador y le hizo llegar las nuevas de los tercios de Castelnuovo, solicitó que le diera permiso para tomar el mando de la flota imperial una vez más y poder abastecerlos, ¿y qué mejor aval que su experiencia?
Doria se salió finalmente con la suya y mientras descargaba los avituallamientos un informador le comentó que Barbarroja sabía de la maniobra del genovés y que marchaba a toda vela para interceptarlo y mandar a pique a los cuatro barcos que le quedaban al emperador. Antes de irse a toda prisa, Doria le aconsejó a Sarmiento que tan pronto como la cosa se enturbiase, aceptará una rendición honrosa y por lo menos volviese con vida a su hogar. Lo cierto es que Sarmiento tampoco echó mucha cuenta a las palabras del genovés pues su decisión estaba tomada desde hacía ya largo tiempo, por lo que con un abrazo ambos se dieron un falso hasta pronto que sonaba más bien a un hasta nunca.
Hacia el 12 de junio el pendón de la media luna estaba ante la presencia de los españoles. Barbarroja había mandado cortar el acceso a la fortaleza por mar y tenía arribadas varias galeras en la costa. Aquella mañana unos 1.000 turcos desembarcaron en la playa y comenzaban a reconocer el terreno, es esas y sin esperarlo, los españoles hicieron una carga para espantar a los recién llegados, haciéndoles subir de nuevo a las naves. Esa misma tarde, sin aprender de la escabechina, los turcos bajaron nuevamente a la orilla y poco a poco se adentraron y llegaron hasta las cercanías de las murallas. La verdad es que la situación debió ser curiosa, mientras los otomanos husmeaban el lugar, los españoles que se hallaban en las murallas asomaban hocicos y morriones entre las almenas, y con un ojo cerrado y otro abierto trataban de adivinar qué leches hacían esos tipos allí de nuevo, ¿la cosa iba en serio o tan solo era una misión de reconocimiento? Como más vale prevenir que curar, Sarmiento encabezó una salida con unos 600 hombres contra los merodeadores, y fue tan brava la acometida que lograron expulsarlos nuevamente de la playa y mandarlos otra vez más a sus barcos. La muerte de 300 turcos costó el precio de 12 tercios.
Digamos que la acometida se dio bastante bien y pudieron hacer varios prisioneros, y la verdad es que la tortura se dio aún mejor, porque los capturados no tardaron en escupir que Barbarroja estaba a punto de llegar con un gran contingente y que por tierra les esperaba otro ejército que venía de camino. Y hasta ahí la buena fortuna de los españoles, porque tan solo unos días después, repeliendo una nueva incursión, un gran estruendo hizo estremecer a unos y otros. En medio de una descarga de artillería una mecha encendida prendió por accidente a un soldado impregnado de pólvora, lo que desató la tragedia, de un momento a otro la llama recorrió todo la zona destinada a la artillería y la voló por los aires. Ahora los españoles se encontraban sin cañones y con un puñado menos de hombres, que al poco tiempo morirían por las quemaduras.
No mucho tiempo después Barbarroja llegó con su ejército. En cuanto desplegó sus fuerzas en tierra mandó llamar a Francisco Sarmiento para parlamentar y ofrecerle la rendición, pero el español sabiendo cómo iba a ser el discurrir de la conversación delegó en su alférez Garci Méndez. Cuando éste salió de la fortaleza camino del campamento enemigo quedó asombrado ante el gran número de soldados que allí se encontraban, y él sabía que no eran cualquier tipo de soldados, se trataban de jenízaros, el mejor cuerpo del ejército otomano, duros de pelar y brabucones hasta la médula. Aunque bueno, él y los suyos eran tercios viejos y no tenían nada que envidiar a aquellos demonios, estaba seguro de que sus hombres tendrían peores virtudes y pecados.
Barbarroja se acercó a Garci Méndez le tendió la mano y lo invitó a comer algo, más el alférez no pretendía perder tiempo e instó al corsario a ir al grano. Barbarroja le comentó que pelear por defender la plaza era acto suicida, que ahora mismo ellos habían desembarcado, pero que en no mucho tiempo llegaría el gobernador persa Ulamen con unos 30.000 hombres de refuerzo o más. Así que Barbarroja les ofreció una rendición a tiempo, a lo que Garci Méndez contestó: ¨Vuestra alteza sepa que yo no osaré decir a mi maestre de campo la cosa del rendir, que pienso que por ello me mataría, ni menos él lo osará decir a los soldados, porque pienso que lo mismo harían con él¨.
Volvió Barbarroja a insistir al español y a tratar de convencerlo, pero este siguiendo en sus trece volvió a replicarle: ¨Vuestra alteza no piense en ello, porque ya que nos rindiésemos ¿dónde habríamos de ir si no es a Italia? Ya vuestra alteza sabe que no es nuestra patria y allí no nos querrán acoger por hombres de poco valor. Y si fuésemos a España nuestros padres y parientes nos abrazarían por habernos rendido¨.
Con estas palabras ambos dieron por cerrada conversación.
Continuará…