Las campanas de alarma despertaron aquella mañana a Rodrigo. Valencia amanecía gris, cubierta por un cielo espeso, lleno de nubes de tormenta que presagiaban lo que estaba por venir. Un relámpago estalló inesperadamente y permitió vislumbrar un gran número de embarcaciones, los vigías cristianos, confusos, siguieron mirando al horizonte con la esperanza de que fueran aliadas. De nuevo, otro relámpago iluminó el mar. Los centinelas rápidamente dieron la voz de alarma, habían divisado la bandera de Yususf, el emperador almorávide. La escena era digna de acompañar a cualquier jinete del apocalipsis, un mar bravío, de olas furiosas y movido por un endemoniado viento, era surcado por más de un centenar de barcos cargados hasta los topes de guerreros.
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El Cid mandó reunir a todos sus hombres, sabía que el asunto era bien delicado, Álvar Fáñez, su mejor capitán y amigo, traía noticias frescas pero podridas, había cabalgado hasta costa para reconocer al enemigo e informarse de los efectivos que llegaban. Divisó al menos unos 5.000 soldados, que no eran pocos, pues el Cid como mucho, entre su mesnada y la milicia armada podría reunir a no más de mil guerreros.
Cuando tuvo preparado su ejército seleccionó a los más veteranos y les confió el plan que tenía, era ciertamente algo descabellado, pero no había alternativa. Debían plantar cara a Yusuf en campo abierto, de lo contrario se las verían más apuradas resistiendo en los muros de la ciudad. Por lo tanto, la cosa estaba clara, era luchar o morir.
Antes de que Yusuf pudiera montar el campamento cerca de Valencia, las puertas de la urbe se abrieron de par en par y de ellas salieron jinetes a cientos. Los almorávides no salían de su asombro, no esperaban un ataque tan precipitado, pensaban que tan solo con el gran número de efectivos el Cid y los suyos se habrían amedrentado. Pero estaba claro que estos moros africanos no conocían tan bien a Rodrigo como los peninsulares. La carga del Cid fue devastadora, pillaron por sorpresa a un enorme contingente que huía despavorido en desorden. Los caballos jamás tuvieron tanta acción, aquel día se hartaron de atropellar gente, sus cascos pisaban cráneos de vez en cuando, y los jinetes usaban sus espadas, hachas, mazas y lanzas para desmembrar, moler huesos y atravesar a todos los desgraciados que podían.
En cuanto los caballos bajaron el ritmo a causa de la fatiga, los musulmanes aprovecharon para ordenar la formación y marchar contra los cristianos. El Cid ordenó la retirada, su caballería no podía hacer frente al enemigo en esas condiciones. Entonces Yusuf mandó a sus hombres cercar la ciudad y sitiarla, sabiendo que de esta manera tenía todas las de ganar.
?Valencia comenzó a sufrir nuevamente otro sitio, y en esta ocasión pintaba peor que los anteriores, pues aún no se había recuperado totalmente del de Rodrigo, éste sabía de sobra el problema, pero más que la hambruna al Cid le preocupaba mayormente la situación del pueblo, que en cualquier momento podría lanzarse desesperadamente a los brazos de Yusuf en busca de un pedazo de pan que llevarse a la boca. De modo que Rodrigo planeó nuevamente lo impensable, saquear a sus sitiadores para sofocar las dolencias de los sitiados, y otra vez para tal aventura contó con sus mejores veteranos. Así cada noche se apagaban todas las antorchas de Valencia, dejando a la ciudad a merced de las sombras, cosa que inquietaba a los almorávides profundamente. De este modo, anticipándose varios siglos a los tercios, emprendieron encamisada tras encamisada, madrugada si y madrugada también, rapiñando todo cuanto podían y degollando de paso más de un moro.
Fue así como en medio de estas actuaciones, cierta noche, cuando la penumbra apretaba más, un guardia divisó a los cristianos, dio la voz de alarma y la guarnición almorávide corrió a toda prisa tras el Cid y los suyos, y cuando parecía que la distancia ya los tenía a salvo, un fuerte zumbido chasqueó con una pared de metal, una flecha certera había atravesado el pecho de Rodrigo.
?Tan pronto como el Cid puso pie en Valencia, sus hombres corrieron a socorrerle, mas él rechazó rotundamente la ayuda, sin dar importancia a la flecha la partió y se la arrancó blasfemando entre dientes. Rodrigo quería volver a sus aposentos y planear un nuevo ataque que rompiera el cerco musulmán. Pero en cuanto dio el primer paso, cayó de boca al suelo, escupiendo sangre como un toro, con los ojos blancos y el rostro sereno. El Cid había muerto, lo impensable había ocurrido, sus soldados se echaban las manos a la cara y rezaban por él todo lo que podían, y aunque sus más allegados trataron de silenciar lo ocurrido, la noticia corrió como la pólvora por la gente de Valencia, y más de un vendido no tardó en hacer llegar aquellas nuevas a Yusuf. El emperador almorávide no cabía en su gozo, la muerte del Cid le daba vía libre para tomar Valencia al asalto, la desmoralizada tropa cristiana no era rival para él.
?A la mañana siguiente un vigía observaba atónito como el gran ejército de Yusuf se acercaba poco a poco a las murallas de Valencia, la hora de los cristianos había llegado. Pero de pronto, en la puerta del castillo resonó nuevamente el cuerno del Cid y el relinchar de Babieca, aquello desconcertó a la tropa valenciana, que corrió rápidamente a la plaza de armas a ver que sucedía. Y allí lo encontraron, era Rodrigo, estaba subido en su caballo y portaba la Tizona en su mano derecha. Jimena, su mujer, y su fiel amigo Álvar Fáñez, lo habían vestido y subido a lomos de Babieca para que encabezara a la tropa en su última batalla. Los hombres del Cid lanzaron vivas a su señor, al apóstol Santiago y a Dios, la fe que le profesaban a Rodrigo era tan fuerte que incluso después de muerto seguirían dando la vida por él.
Las puertas de Valencia se abrieron y con el Cid y Babieca a la cabeza la enfervorizada tropa cristiana se abalanzó contra los moros sin darles tiempo a encomendarse a Alá. Los hombres de Rodrigo estaban en trance, ni si quiera se paraban a organizarse en formación, tan solo se dedicaban a arremeter a sangre y fuego contra los infieles, en sus mentes solo tenían el cometido de servir a su señor hasta la muerte. El inesperado estado de la tropa sitiada asombró a los musulmanes, que en un santiamén cambiaron su actitud asaltante a defensiva, y sí el miedo se iba apoderando de sus cuerpos ante la acometida cristiana que veían cada vez más imparable, mayor fue la impresión que les causó ver al Cid en medio de la batalla –por supuesto desconocían la estratagema de Jimena-. Comenzó a correr el rumor entre la tropa mora de que el apóstol Santiago había traído a Rodrigo de vuelta para guiar a sus hombres a su última victoria.
Incapaces de responder al ataque cristiano, y con más miedo que vergüenza, aterrorizados completamente ante la imagen del Cid, los almorávides corrieron hasta la costa en busca de sus naves. La huida se convirtió en una verdadera masacre, el agua de la costa levantina se tiñó aquel día de escarlata y los cristianos capturaron cientos de enseñas almorávides que agitaron desde los torreones costeros en señal de mofa hacia Yusuf.
El Cid había ganado su última batalla después de muerto, dejaba tras él un reino cristiano bien consolidado en Valencia y algo que era aún mucho más importante, una leyenda que juglares y poetas se encargaron de engrandecer y serviría de inspiración y orgullo a todas las generaciones posteriores de la Península.