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El CID, AQUEL BUEN VASALLO. IV

03 agosto 2017

  El CID, AQUEL BUEN VASALLO. IV

Cuándo Alfonso VI envió al Cid al destierro no lo hizo de buena gana, y bien sabe Dios que aquel acto pesaría en la conciencia del monarca hasta el día de su muerte...

Cuándo Alfonso VI envió al Cid al destierro no lo hizo de buena gana, y bien sabe Dios que aquel acto pesaría en la conciencia del monarca hasta el día de su muerte, pues por continuos devenires, el destino lo alejaría cada vez más de Rodrigo. Ahora el de Vivar debía su lealtad al rey moro de Zaragoza, al-Muqtadir, hombre culto y educado, amante de las ciencias, estudioso de la filosofía y devoto del arte, precisamente fue él quien mandó construir el majestuoso palacio de La Aljafería, donde se reunían lo más selecto de la élite intelectual musulmana. Y claro, como rey inteligente que era, tampoco descuidó nunca la defensa de sus posesiones, y en cuanto Rodrigo se presentó ante él para ofrecerle sus servicios no lo dudó en ningún momento, los contrató de muy buen gusto porque era conocedor de su valía, las gestas del Cid estaban en oídos de todo el mundo, incluso los moros a los que había combatido lo admiraban. Desgraciadamente, al poco tiempo de esto, Al-Muqtadir enfermó severamente y murió.

Nos encontramos en 1082, hace un año que el Cid sirve al Reino Taifa de Zaragoza, y ahora el soberano es Al-Mutamán hijo del difunto rey. Lejos de tener asegurado su poder, el nuevo monarca moro se veía en plena lucha contra su hermano, Mundir, gobernador de Lérida, quien ayudado por el Conde de Barcelona, Ramón Berenguer II y el rey de Aragón, Sancho Ramírez, pretendía destronar al legítimo rey.

En un primer momento, el conflicto fratricida parecía decantarse del lado del usurpador, pero tan pronto como Rodrigo tomó parte en la guerra el destino de la misma cambió. La hueste del Cid plantó cara en el Monzón a las tropas del rey aragonés y recobró la fidelidad del lugar, seguidamente recorrió todo el territorio rebelde perteneciente a Al-Mundir, tratando de pacificarlo y someterlo, de esta manera dejó un contingente en la fortaleza de Almenar para controlar el enclave y partió hacia el sur para más menesteres de apaciguamiento. En estas aparecieron Mundir y el Conde Berenguer para sitiar Almenar, Rodrigo estaba lejos de allí, de modo que pidió a Al-Mutamán que enviara al grueso de las tropas que en Zaragoza se encontraban para amedrentar a los sitiadores y hacerles desistir de su pretensión. Mas la amenaza no logró su propósito, y Rodrigo hubo de hacer un gran esfuerzo para personarse donde su rey estaba. Cuando vio la situación no lo pensó dos veces, habló con Al-Mutamán y le dijo que la solución era fácil, plantear a los enemigos una batalla campal, era arriesgado, pues les superaban en número, pero si conseguían derrotarlos les asestarían el golpe definitivo.

La batalla fue una bicoca para Rodrigo, perfecto conocedor de las tácticas cristianas y musulmanas, supo aprovechar la común estrategia evasiva de los moros y el exceso de confianza de la caballería catalana. De modo que apostó muy cerrados a sus piqueros para resistir la carga de los jinetes, y cuando estos se dieron de bruces contra el grueso muro, Rodrigo hizo a su infantería avanzar lentamente contra los hombres de Al-Mundir, que en cuanto fingieron una retirada ordenada, se vieron flanqueados por la caballería pesada del Cid, dejando así sin salida alguna a sus enemigos y haciendo prisionero al propio Conde Berenguer, quien para mayor vergüenza fue llevado en procesión por toda Zaragoza, siendo continuo objeto de mofas e insultos. Rodrigo, por su parte, marchó triunfal por la capital, siendo aclamado por el pueblo al grito de Campeador.

Sediento de venganza y lejos de aprender de la derrota, Al-Mundir volvió a recurrir al rey de Aragón para poner freno a las nuevas pretensiones de su hermano. Al-Mutamán buscaba para su reino una salida al mar, para lo cual pidió nuevamente a Rodrigo que lo ayudase. Y el 14 de agosto de 1084, las huestes del Cid y el rey Sancho de Aragón, se encontraron frente a frente en Morella. Cuentan que para evitar enfrentamientos, el aragonés envió un mensajero a Rodrigo y le pidió que abandonase aquel territorio, que para nada quería dar rienda suelta a las hostilidades y derramar innecesariamente sangre. El Cid, oyendo aquella propuesta no pudo evitar sacar pecho ante sus tropas y tiró de gallardía, respondiendo a viva voz que si el rey de Aragón lo temía y así lo deseaba, lo acompañaría y daría escolta para cruzar por aquellos dominios que acababa de tomar, pero si de lo contrario pretendía que se fuera del lugar sin presentar batalla, estaba equivocado.

El desafío de Rodrigo estaba más que claro, el rey Sancho García recogió el guante y decidió atacar precipitadamente al Cid, éste se limitó a repetir la jugada que le había costado la derrota al Conde de Barcelona, apostó a sus piqueros, esperó el debacle de la caballería enemiga y salió al contrataque con mucha pausa, evitando precipitarse. Entonces, sus jinetes aparecieron de pronto y machacaron los flancos del aragonés. La victoria estaba servida nuevamente. En aquella refriega, el Cid hizo cautivo a lo más distinguido de la nobleza aragonesa y catalana.

Por fin, parecía reinar la calma en aquellos lugares, aunque ya saben el dicho, lo que fácil viene, fácil se va. En el año 1086 desembarcan en Algeciras los almorávides, una especie de monjes-soldado que desde el Sáhara invadieron: Marruecos, Argelia y Mauritania. Los reinos taifas de Al-Ándalus fueron su siguiente objetivo. Como buenos ortodoxos y fanáticos que eran, los almorávides implantaban rápidamente la ley del Corán, la Sharia, al más estricto nivel, en todo lugar por el que pasaban. Y en cuanto llegaron a la Península no hicieron menos, quedaron estupefactos ante lo que vieron, los Reinos Taifas representaban la vergüenza del Islam, habían relajado sus preceptos religiosos y eran la viva imagen de la decadencia espiritual ¡Además, permitían a cristianos y judíos que celebraran sus propios ritos! No podían tolerarlo. Inmediatamente doblegaron a todos los reinos taifas y aplicaron sus nuevas y duras legislaciones.

Los reinos cristianos tenían noticias de aquella llegada, mas pensaban que se trataba de otro enfrentamiento entre moros. En esas, el rey Alfonso VI acababa de conquistar Toledo, y ahora se preparaba para asediar Zaragoza, pero inesperadamente un ejército de aquellos nuevos invasores se disponía a atacar al rey castellano. Alfonso pensó que tal entuerto sería una simple escaramuza y se resolvería fácilmente, pero nada de eso, una verdadera masa de fanáticos, arropados por numerosos soldados andalusíes de las taifas más diversas (usados como carne de cañón), se dirigía hacia Sagrajas para acabar con el rey cristiano. El Cid, conocedor de lo que se planeaba y luchando contra el cerco de su antiguo rey, firmó una tregua y mandó a su más valiente capitán, Álvar Fáñez, en ayuda de Alfonso, llevaría un pequeño contingente consigo, seguramente insuficiente, pero menos daba una piedra.

En Sagrajas, los 2500 hombres del rey Alfonso VI se lanzaron deliberadamente contra los 7000 soldados del emir Yusuf. La derrota castellana resultó catastrófica, menos de la mitad de aquellos guerreros pudo salvar el cuello, y el propio monarca hubo de huir a duras penas. Los almorávides parecían imparables, Castilla se veía amenazada y el futuro de la cristiandad en la Península se antojaba turbio. Consciente de la necesidad, Alfonso reunió a todos sus nobles, incluso concedió el perdón a los que en una ocasión desterró, entre ellos estaba Rodrigo. El Cid volvía a casa, reconciliado con su verdadero señor y dispuesto a defender el reino que lo vio nacer, los almorávides iban a conocer a los hijos de Santiago.

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