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LOS GALLOS DEL 2 DE MAYO II

13 junio 2017

LOS GALLOS DEL 2 DE MAYO II

¿Recuerdan el artículo de la semana pasada? No importa, les hago un breve resumen. Estamos en 1808...

¿Recuerdan el artículo de la semana pasada? No importa, les hago un breve resumen. Estamos en 1808, ¨España va muy bien¨: la familia real sigue haciendo el ridículo y da entretenimiento a Napoleón; Fernando VII como buen parricida no cesa de atentar contra su padre el rey; los gabachos han invadido España gracias a la lucidez de nuestro monarca y su amiguete Godoy; José Bonaparte (a quien el simpático pueblo español ha apodado Pepe Botella) ha recibido el trono de ¨sus Patéticas Majestades¨; parte de los ilustrados se ha vendido a los gabachos… Vamos, un cuadro.
Pero la película no estaba terminada, oigan, pues a todo esto se constituyó en Madrid una Junta de Gobierno en representación de Fernando VII, una Junta que tan solo servía a los franceses y les valía para hacer y deshacer en nombre del verdadero rey de España. El jefe de esta junta era el cuñadísimo de napoleón, un franchute llamado Joaquin Murat, éste genio no tuvo otra idea mejor que decretar la salida a Francia de lo que quedaba de la familia real. Menudo zoquete, no sabía que el pueblo español (tan peculiar como siempre) era capaz de liarse a palos por su monarquía antes que por un mendrugo de pan -las razones de esto más o menos lo expliqué en el primer artículo de la saga- y además, con la presencia de decenas de miles de franceses en la capital, los madrileños estaban con las de ¨pícame, Pedro, que picarte quiero¨, así que aquel acto les vino como anillo al dedo para ¨liar la de San Quintín¨.
A primera hora de la mañana del día 2 de mayo de 1808, un grupo de agitadores fernandinos (partidarios del rey Fernando VII) merodeaban por las puertas del Palacio Real y con mucha zorrería dejaban caer las venideras noticias entre los viandantes que por pasaban, de ese modo, poco a poco, la gente se fue agolpando por allí. Todos vieron como un carruaje llegaba a Palacio y en él se subía la reina de Etruria. El murmullo crecía y cada vez era mayor el número de curiosos que querían saber qué carajo estaba pasando. A las 10 de la mañana un segundo carro arribaba en el mismo lugar, estaba claro, el único que quedaba por subir al vehículo era el pequeño infante Francisco de Paula, el último posible heredero a la corona. De repente, el carruaje de la hermana del rey salió de Palacio, la gente encolerizó aún más y observaba atónita.
Ante lo que ocurrió, un maestro cerrajero del partido fernandino, llamado José Blas de Molina, se acercó todo lo que pudo a las puertas del Palacio Real para apreciar con claridad lo que estaba a punto de ocurrir, caminó con mucha tranquilidad y se quedó allí quieto limpiándose con cuidado las mangas de la camisa, intentando no levantar las sospechas de los guardias. Miraba fijamente el carro, pero lo hacía con mucha pasividad, como a quien no le va cosa. En esto, sonó el crujir de unos cristales, una ventana de palacio se había abierto violentamente, como con cierto arrebato fruto de la desesperación, a esto un mayordomo de palacio, Rodrigo López de Ayala, se asomó a la balconada y dio un tremendo grito: << ¡Vasallos a las armas que se llevan a nuestro infante! >>. Al instante, Blas de Molina voceó en su apoyo << ¡Qué nos lo llevan! ¡Traición! ¡Muerte a los franceses! >>. La voz de alarma corrió como la pólvora por Madrid, todos estaban de acuerdo, era la hora de coger al toro por los cuernos. La explanada del Palacio Real estaba abarrotada y para colmo de los gabachos no cesaba de llegar gente.
Joaquin Murat, viendo como pintaba la cosa, mandó a un batallón de infantería, dos piezas de artillería y un escuadrón de caballería hacia donde estaban agolpados los madrileños. Con mucho orden, los soldados franceses se dispusieron en formación, empuñaron sus fusiles Charleville, apuntaron y con absoluta frialdad apretaron el gatillo. Doce civiles cayeron desangrándose entre grandes alaridos. Aquello fue la gota que colmó el vaso, instantáneamente, los madrileños salen de sus casas con lo primero que cogen: navajas, cuchillos, tijeras, garrotes, azadones, trabucos… Y toman las calles de Madrid. La venganza de se cernió sobre todos los franceses que vigilaban las calles o andaban de permiso, éstos caían víctimas de las partidas que se habían formado en los distintos barrios, quienes muy a gusto rebanaban el pescuezo de aquellas sabandijas, les lanzaban macetas desde los balcones o simplemente tiraban de puñaladas a traición por la espalda o el bajo-vientre.
En esto, los madrileños intentaron llegar rápidamente hasta las puertas de la ciudad para evitar que los franceses trajeran refuerzos, pero fue en vano, no llegaron a tiempo y unos 30.000 franchutes entraron en la capital rodeando a todos los españoles poco a poco, realizando un movimiento concéntrico hasta arrinconarlos en la Puerta del Sol. Allí los madrileños se apelotonaron, hombro con hombro, apretando los dientes y esperando su probable final, desesperados por el silencio que gobernaba la situación. Al instante, se oyó un tremendo galopar, la caballería mameluca, la mejor de la época, se lanzaba contra los allí arrinconados. Aquellos egipcios dejaban caer violentos vaivenes de acero con sus sables que degollaban, desmembraban y rajaban a todo el que se ponía por delante. Los españoles, lejos de entrar en pánico, se vinieron arriba con las sucesivas arengas y plantaron cara a los jinetes, abalanzándose contra ellos navaja en mano, clavando pulgadas de acero a los caballos, empleando los azadones para descabalgar a esos demonios que estaban masacrando a los suyos. Pero a pesar de los continuos arrebatos heroicos de los madrileños, esos civiles no tenían nada que hacer frente al ejército francés y muy poco a poco la continua sangre vertida en la emblemática plaza madrileña fue desmoralizando las esperanzas de una población que ansiaba desquitarse de aquellos invasores.
Impresionado ante aquella valentía y lleno de rabia por no hacer nada, el teniente Pedro Velarde se presenta ante su coronel y le dice que hay que intervenir –el ejército tenía la orden de no participar en ningún levantamiento- los militares debían ayudar al pueblo y armar a los civiles. Ante la negativa de su superior, Velarde da un portazo, se llena de valor, toma un mosquete y consigue que unos 30 fusileros vayan con él. Decide ir al Parque de Artillería de Monteleón, durante el camino se le van uniendo civiles y un gran amigo suyo, el teniente Jacinto Ruíz. En el parque de artillería se encontraba encerrado el capitán Daoiz y 10 hombres más bajo la custodia de unos 80 franceses, quienes impedían que se fabricara más munición. En esas apareció Velarde con sus soldados y civiles, quienes al grito de ¨ ¡Muerte a los franceses! ¨ tomaron al asalto aquel reducto y liberaron a Daoiz, éste último agradeció el gesto, pero se negó a entregar armas a la población, no haría sino empeorar las cosas. Finalmente, tras una gran discusión, el capitán vino a razones y comprendió la gravedad de la situación, quedó al mando y consiguió armar a unos 500 madrileños que se atrincheraron allí.
Los franceses, conocedores de la noticia se dirigieron hasta el parque de artillería y lo rodearon, los españoles aun a sabiendas de que era inútil resistir clavaron la bandera y decidieron resistir hasta el final. Los franceses pretendieron dialogar y enviaron un mensajero a caballo que fue reprendido con un cañonazo por parte de los españoles, no estaban allí para hablar. Los gabachos lanzaron fuego a discreción contra la posición española y seguidamente cargaron contra ellos, los madrileños, por su parte intentaron resistir como pudieron, lucharon con uñas y dientes, incluso rodeados acometieron algún envite. Eran conscientes de que morirían allí, pero ya que iban a encontrarse con Dios en breve, preferían hacerlo con gallardía y llevándose con ellos a algunos indeseables.
La lucha resultó cruenta, Daoiz y Velarde perdieron la vida junto a la mayoría de los allí acantonados. Y los franceses se cobraron con creces aquella jugarreta, pues noche tras noche, se dedicaron a ejecutar a todos los prisioneros que habían hecho. Mas la refriega no había terminado, aquella revuelta significó el principio del fin de los franceses en España. Al día siguiente, el alcalde de Móstoles ante las noticias de la represión francesa proclamó un bando en el que llamaba a empuñar las armas contra el invasor e ir en socorro de la capital. Así sucedió y en ayuda de ésta acudieron prestos los municipios de Talavera de la Reina y Trujillo. El orgullo español acababa de desatarse, con aquella vena patriótica daba comienzo a la Guerra de Independencia.

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