En 1515 un joven de 21 años era coronado como rey de Francia por azares de la vida. Francisco I llegaba al trono que hasta hace poco había ocupado su primo y suegro Luis XII (no se asombren), quien murió sin dejar varón alguno. El nuevo rey tenía grandes ambiciones, en sus manos recaía el destino de una Francia que se había mostrado impotente en sus ansias expansionistas por culpa de los españoles. Francisco debía devolver las afrentas cometidas en Italia por Fernando el Católico y su Gran Capitán. Y todo parecía llegarle a favor, porque tan solo un año después de coronarse, el aragonés moría y dejaba un problema bastante serio en cuanto a la sucesión.
En primer lugar, su hija Juana aunque fuera reina por título, (legítima sucesora) estaba más que desacreditada para gobernar nada, sus desvaríos (muy discutidos) eran justificación de sobra; de otro lado tenemos a los hijos de la reina, Fernando y Carlos, hermanos que apenas se conocían –algo común-. Carlos era el heredero legítimo de Castilla, Aragón, Navarra, Sicilia y Nápoles, -vamos todo lo que había pertenecido a sus Católicas majestades- a eso se le debía sumar los territorios que le correspondían por parte de padre, el Archiducado de Austria y el Condado de Borgoña. Esto nos puede sonar muy majestuoso e imponente, pero a los castellanos les daban tres leches las posesiones y títulos que tuviera, ¿qué podía haber más importante qué Castilla? Además, el tal Carlos era extranjero, se había criado en Flandes y no sabía ni papa de español, y ya para rematar, traía con él gente de fuera que venían a sustituir a la nobleza castellana en el gobierno.
Por su parte, Fernando, el hermano menor, no era más que un ¨segundón¨ y cómo ya mencioné en el artículo del Gran Capitán, los segundones en aquella época tenían raro porvenir (aunque bueno si eras segundón real te esperaba mejor futuro que a cualquier otro), ahora bien, Fernando había sido educado en España bajo la tutela de su abuelo ¨El Católico¨, de hecho todos sabían que en el fondo era su predilecto y si hubiese podido le habría legado el reino a él. Al mismo tiempo sobra decir que la gente prefería a Fernando y si este hubiese querido, podría haber peleado por el trono, pero siguió las directrices de Cisneros y se evitó una guerra civil segura -que llegaría posteriormente con los Comuneros y las Germanías, pues es lo de siempre, a los españoles no nos gusta que venga uno de fuera a traer cosas raras, pero con el tiempo se le acaba cogiendo cariño-.
El caso es que el monarca francés por encima de todo despreciaba a aquel niñato que acababa de tomar el trono de Las Españas y para más vergüenza suya le había arrebatado el título de Sacro Emperador Germánico. Así, en el año 1521, aprovechando la Revuelta de Comuneros y la de Enrique II de Navarra, (que quería recuperar su reino), Francisco I aprovechó la ocasión para intentar debilitar aún más a Carlos, de modo que en primer lugar apoyó al rey navarro y después dio guerra al emperador en Italia, donde Gonzalo Fernández de Córdoba le había quitado hasta la honra a su antecesor.
Francisco mandó un enorme contingente a la península italiana con el objetivo de anexionarse el Ducado de Milán (Milanesado). La cosa no fue nada fácil, los franceses asediaron con artillería día y noche las plazas del Milanesado, aun así las tropas españolas e imperiales resistían tenazmente sin apenas ceder un palmo de terreno.
El 27 de abril de 1522 se produjo la primera batalla, la de Bicoca –de aquí toma significado el término- donde los franceses atacaron con 15.000 piqueros suizos a 4.000 tercios españoles. El enfrentamiento resultó coser y cantar. Debido a la superioridad numérica, los piqueros marcharon con la moral muy alta, pero debían superar una larga cuesta, lo que terminó por fatigarlos y los convirtió en un blanco fácil para los arcabuceros españoles, que dispararon sin cesar, repartiendo plomo muy a gusto, acabaron con unos 3.000 enemigos y 22 capitanes franceses. Los suizos salieron bien calientes de aquel entuerto, pues ni siquiera pudieron plantar batalla.
La segunda batalla se produjo el 30 de abril de 1524, cerca del río Sesia, allí el ejército español, (liderado por el Marqués de Pescara y el virrey de Nápoles, Carlos de Lannoy), se dio muy buena maña para expulsar a los franceses del lugar y obligarlos a retirarse en Provenza, tal fue el impulso que incluso se adentraron en suelo francés y sitiaron fallidamente Marsella.
Ante la incompetencia de sus generales, Francisco I decidió liderar personalmente a un ejército de 40.000 hombres, así que cruzó los Alpes y tras una corta pero difícil pelea, consiguió tomar la ciudad de Milán. De allí pudieron escapar 2.000 tercios españoles, 4.500 lansquenetes alemanes, y 30 jinetes pesados, que comandados por Antonio de Lyeva veterano en la guerra de Granada, se refugiaron en la ciudad de Pavía. Seguidamente, ante el conocimiento del último reducto, los franceses se dispusieron a asediar la ciudad con unos 30.600 soldados y más de 50 piezas de artillería. El sitio de la ciudad se convirtió en un verdadero tormento, la descarga de artillería no cesaba, el hambre y la enfermedad golpeaban duramente a los imperiales; 3 meses duró el infierno, el plan de Francisco era tomar la ciudad agotándola de víveres.
Cuando todo parecía perdido, el Marqués de Pescara llegó desde Alemania con refuerzos para socorrer a los sitiados, unos 24.000 hombres se dispusieron alrededor de los franceses, y aunque estuvieran en superioridad numérica, ahora los sitiadores se encontraban cercados. El tiempo ahora jugaba en contra de los franceses.
En las noches sucesivas los españoles protagonizaban varias falsas encamisadas para que los galos se acostumbrasen y se despreocuparan por las falsas alarmas. De modo que al igual que con el cuento del lobo, una noche se produjo una incursión de verdad que consiguió abrir una brecha entre las improvisadas defensas francesas y permitió al Marqués de Pescara penetrar con sus hombres en el campamento enemigo. Habían cogido por sorpresa a los gabachos.
La infantería francesa intentó plantar cara a los imperiales, pero los lansquenetes y arcabuceros despachaban muy a gusto a todo el que se les cruzaba, nadie podía parar la avanzadilla. Sin dar crédito a lo que veía y totalmente desquiciado, el monarca francés mandó a su caballería pesada, compuesta por la flor y nata de la aristocracia francesa, a la carga contra la infantería española. Pobre ignorante, los abocó a una muerte segura, los tercios españoles, la mejor máquina de matar del momento se iban a ocupar de dar cuenta de su fama.
La carga se convirtió en una verdadera masacre, en primer lugar 3.000 arcabuceros abrieron fuego y acribillaron a un buen número de jinetes y al instante, los piqueros relevaron a los tiradores y se lanzaron contra la caballería francesa. La sangre corría por doquier, los caballos intentaban levantarse de manos y acababan empalados, sus jinetes al caer al suelo, corrían la misma suerte. Allí se dejó vida lo más granado de la nobleza gala.
Los españoles sitiados en Pavía, enfermos y desnutridos, viendo la contienda, hicieron acopio de valor y fueron en ayuda de sus compañeros. Los ¨Santiago y cierra España¨ resonaban en cada rincón, los capitanes arengaban a sus exhaustos hombres a un último esfuerzo.
La batalla era encarnizada, los franceses luchaban por proteger a su rey y resistían como podían el envite de los imperiales. En este punto, el rey Francisco, rodeado por un grupo de españoles cayó de su caballo y al intentar levantar se topó con un florete ante sus narices, era el vasco Juan de Urbieta, éste pensó por un momento que acababa de capturar a un noble, para nada podía imaginar que era el rey francés. Ahora, eso sí, en cuanto supo de ello soltó un ¨¡Ahí va la Hostia!¨ que le sonó a cristiano hasta al propio monarca.
La noticia de la captura corrió como la pólvora por toda Europa, Carlos mandó traerlo hasta Madrid, allí el día 12 de agosto de 1525, lo encerró en la Torre de Lujanes. Y tiempo después, el 14 de enero de 1526, Por imposición de Carlos I, Francisco I firma el Tratado de Madrid. Por el tratado, Francisco I renunciaba a sus derechos sobre Italia, Flandes, Artois y Borgoña en favor del emperador Carlos I. Además, Francisco I se comprometía a casarse con la hermana de Carlos, Leonor, y a enviar a dos de sus hijos a España como garantía de su cumplimiento. Ahora sí, una vez cruzado los Pirineos el tratado fue papel mojado, en Italia aún quedaba mucha guerra por dar, pero eso ya lo veremos en otra ocasión. Pavía significó un nuevo ejemplo de la hegemonía española en Europa.