Españoles y tlaxcaltecas corrían por sus vidas, los aztecas les pisaban los talones y Tlaxcala quedaba lejos, por lo que debían darse prisa si querían estar protegidos.
Era el 7 de julio de 1520, dos navarros de la compañía gritaban ¨vivas¨ a San Fermín y cantaban para intentar levantar los ánimos de los presentes y hacerles olvidar parte de la refriega de la Noche Triste. Algunos los seguían con cierto entusiasmo, pero otros permanecían cabizbajos sin poder ocultar la decepción y la mala leche que les brotaba por doquier, de esta última estaba bien servido Alvarado, que miraba con verdadera malicia a esos cantantes esperpénticos que a su parecer estaban más curtidos en la bufonería que en el arte de las armas.
Un indio dijo oír ruidos sospechosos de entre la maleza y avisó a Cortés de ello, éste a su vez lo comunicó a Alvarado y le dio la orden de poner en guardia a la tropa. Se lo acababa de servir en bandeja; se acercó Pedro al navarro más gordo y le propinó tal bofetada que el hueco del mismo casco hizo eco por el zumbido. Ya desahogado, respiró profundamente y con una firme voz ordenó a la tropa formar adecuadamente y que permaneciera muy atenta.
Estaban en los llanos de Otompan, muy cerca de Otumba y había que cruzar el lugar para llegar a Tlaxcala, el paso era infranqueable, así que Cortés mandó a un explorador para reconocer el lugar; malas nuevas trajo consigo. Al parecer unos 40.000 aztecas aguardaban impacientes la llegada de españoles y tlaxcaltecas. Hernán sabía que estaba obligado a plantar batalla si quería seguir con vida, no tenía otra opción, de modo que organizó a todos sus hombres y les dijo que afrontaran como jabatos lo que les venía encima, pues esa podía ser la última aventura de los allí presentes. Pronto divisaron a sus adversarios y quedaron petrificados ante la mole que tenían frente a ellos, aun así, más valía luchar hasta la muerte que dejarse capturar y ser sacrificados.
Fray Olmedo dio la bendición a la tropa y estos se encomendaron a Cristo y a la Virgen. Cortés y sus capitanes montaron sus caballos, y al grito de <<¡Santiago!>> cargaron contra los aztecas, llevándose por delante a todo el que pudieron. Tras ellos llegaron los españoles en formación muy cerrada y embistiendo como morlacos. Las espadas y picas hacían bien su trabajo, pero aunque conseguían mantener a raya a los enemigos, a duras penas eran capaces de afligir el agobio de los castellanos. Los tlaxcaltecas aparecieron en ayuda de los hombres de Cortés, y a pesar de que no llegaban a los 4000, dieron cuenta de su fiereza en aquella batalla.
Una nueva carga de caballería encabezada por Hernán se lanzó de nuevo contra el enemigo, en esta ocasión Cortés asestó un tremendo lanzazo al jefe guerrero, dejando al pobre indio moribundo y buscando las tripas por el suelo. Juan de Salamanca apareció de pronto y de una estocada cortó la cabeza de aquel pobre desgraciado, tomó su estandarte y se lo entregó a Cortés, el de Medellín levantó de manos su caballo y ondeó con vigor la enseña. Los aztecas al observar aquello comprendieron que su líder había muerto, entraron en pánico y salieron como alma que lleva el diablo de allí. La victoria era de los españoles.
Tras la batalla de Otumba, Cortés regresó a Tlaxcala y expuso ante el consejo indio todo lo ocurrido en Tenochtitlán y en su huida, los oligarcas se mostraron comprensibles y ratificaron su ayuda a Hernán. De esta manera, el extremeño, viéndose con fuerzas y apoyo suficiente, planeó la conquista definitiva de Tenochtitlán, esta vez no cometería ningún error. Mandó construir pequeños navíos para rodear y sitiar la ciudad por el lago y por tierra; asimismo, sin saberlo, contaba con otra ventaja, pues al parecer algún español que murió durante la Noche Triste portaba viruela, y resulta que el cadáver contaminó el agua, propagando así una verdadera epidemia en Tenochtitlán.
Todo estaba a favor de Cortés, incluso unos nuevos expedicionarios españoles que llegaron a Yucatán se unieron a él y reforzaron con 400 hombres más a los castellanos, pasando estos a ser 900.
Estando todo dispuesto y bien sitiada ya la ciudad, españoles y tlaxcaltecas capturaron poco a poco la capital azteca. Tomar cada casa, cada templo y cada plaza se convertía en un verdadero infierno, los indios se defendían con uñas y dientes, pero esto no hacía sino aumentar la moral de la tropa castellana, que enardecía con cada escaramuza ganada.
Viendo Tenochtitlán sumida en las ruinas y la masacre sufrida por su pueblo, el nuevo emperador Cuauhtémoc, se entregó a Cortés y le suplicó que cesara con su campaña, fue en vano; finalmente, Hernán tomó la capital azteca y ejecutó al emperador por las posibles represalias que podrían tomar sus partidarios.
Para compartir la gloria, llegó a México su esposa, doña Catalina, que murió poco después y de forma repentina y sospechosa –en resumidas cuentas, prefería estar viudo y ser libre, así que la estranguló y en su defensa alegó que le había dado un patatús ¡Algo inesperado!-.
El imperio azteca había llegado a su fin, Cortés destruyó por completo Tenochtitlán y seguidamente la reconstruyó, poco tiempo después recibió el título de Gobernador de La Nueva España de manos del emperador Carlos V. Y título en mano, el extremeño se dedicó durante varios años a las labores de su gobierno: introdujo encomiendas; introdujo nuevos cultivos, como la caña de azúcar; y, desde luego, no cejó en propagar su idea del cristianismo. Así pues, numerosos sacerdotes llegaron por aquel tiempo a México para encargarse de la evangelización de los nativos.
Pero tanta gloria duró lo justo, pues el pastel que él mismo había conseguido era muy apetitoso, por lo que acudieron no pocos nobles y ricos interesados en tomar una porción, entre ellos se encontraban incluso algunos de sus antiguos capitanes que le habían seguido en la conquista. Todos estos hicieron una campaña de acoso y derribo contra Cortés para arrebatarle todo lo que había logrado a base de lucha y esfuerzo –un clásico de la historia de España- y a Fe que lo consiguieron. Mas Hernán no podía permitir tal injusticia, de modo que volvió a España para hablar con el emperador y así recuperar lo que por derecho le pertenecía, aunque tal logro siempre se anduvo tambaleando y le costó regresar de nuevo y por última vez a la Península.
Aquí en España, además de pelear por sus derechos, se aventuró a tomar parte en la toma de Argel, la cual terminó siendo un desastre. Tras tal fracaso, prosiguió con sus baldías gestiones para recuperar sus privilegios y cargos, pero al ver la inutilidad de todos sus intentos, decepcionado y hundido, decidió preparar un nuevo viaje para regresar a México, donde al menos guardaba cierto reconocimiento. Pero el demonio acechaba y tenía marcado su destino, el día 2 de diciembre de 1547, fallecía en Castilleja de la Cuesta cuando se dirigía hacia el puerto de Sevilla.
Moría en desgracia, como siempre ha sucedido con la mayor parte de los grandes personajes de España, abandonado por los que un día admiraron y alabaron sus hazañas. Dejaba el mundo el mayor conquistador que jamás dio Extremadura, el hombre que puso los cimientos del actual México. Quedaba grabado a fuego para la historia un nombre, Hernán Cortés.