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CORTÉS VI

18 abril 2017

CORTÉS VI

Una gran comitiva se aproximó por el puente del sur en formación muy ordenada al son de los tambores; las plumas y joyas exponían un rico vergel...

Una gran comitiva se aproximó por el puente del sur en formación muy ordenada al son de los tambores; las plumas y joyas exponían un rico vergel en procesión que mantenía atónitos a los españoles. De entre los indios se abría paso lo que parecía un extravagante biombo, Cortés alzó la cabeza un segundo intentando buscar en vano quien era el protagonista de aquel exótico desfile. Desmontó del caballo y llamó a Alvarado para que ordenara a la tropa permanecer en columnas cerradas. Y con mucha flema apartó Hernán a los hombres en vanguardia y se colocó al frente de ellos.
El redoblar de huesos y tambores cesó, una dulce melodía de flautas tomo el relevo y finalmente el fuerte sonido de una caracola marina dio por terminada la música. Al instante apareció una asombrosa imagen: decenas de guerreros águila y jaguar sostenían ricos estandartes y pendones labrados en oro y plata, todos decorados por plumas de colores muy vivos. Sesenta indios sostenían el enorme trono sobre el que descansaba un hombre de piel muy tostada, miembros tonificados y larga cabellera negra que desbordaba sus hombros; los complejos tatuajes que discurrían por su cuerpo y los exuberantes collares, alhajas y sortijas que portaba, daban cuenta del título divino que ostentaba el Señor Iracundo.
El trono se inclinó y Moctezuma descendió con mucha pausa, en ese momento Cortés se percató algo curioso, los indígenas no miraban al emperador, tal era el respeto que le procesaban que se limitaban a mantener las cabezas gachas. Viendo aquello se hizo una idea de a quien tenía frente a él, y como de costumbre, tirando valor, clavó sus profundos ojos azules en la mirada de Moctezuma, apretó la empuñadura del florete, tomó un rosario de cuentas de vidrio como presente y se acercó al soberano con los brazos abiertos para darle un abrazo. Bastó el gesto y un paso adelante para que la escolta imperial se dispusiera férreamente frente al español cubriendo a Moctezuma con sus escudos de mimbre.
Solucionado el malentendido e intercambiados los regalos, el Señor Iracundo invitó a Cortés y los suyos a entrar en la ciudad y descansar en el palacio de Axyacatl. Caminando por Tenochtitlán, los castellanos se dejaban seducir por la belleza de cada uno de sus rincones, no daban crédito a la grandeza de la arquitectura en medio de aquel lago. Cortés, por su parte, no era tan impresionable, todo le llamaba la atención, pero no podía dejarse embaucar, pues al fin había conseguido entrar en Tenochtitlan y para mayor suerte bajo el amparo del propio emperador, ahora mismo era su huésped y debía aprovechar la ocasión. Ocasión que se presentaba mejor de lo que esperaba, pues el poco tiempo que conversó con Moctezuma le valió para darse cuenta de que el azteca lo temía, sus propios gestos lo delataban. Pero tal acongojo preocupaba a los sumos sacerdotes y nobles, quienes ya conjuraban para echar cuanto antes de allí a los españoles, mas, los tlaxaltecas se enteraron de aquello y la noticia llegó pronto a oídos de Cortés. Ante la nueva, Hernán se las ingenió como pudo para, en secreto, hacer preso al emperador en su propio palacio, era la única manera de guardarse las espaldas.
Entre todo esto llegaron noticias, en Veracruz los aztecas habían atacado a los castellanos y asesinado a Escalante (recordemos el afecto que le procesaba Cortés), lo cual provocó la ira de Hernán, quien obligó al emperador que quemara vivos a los responsables de aquel acto -esto incendió aún más a los nobles y sacerdotes, que observaban claramente la sumisión de Moctezuma-. Pero aquí no terminaban los problemas, un mensajero informó a Cortés de que una expedición de castigo encabezada por Pánfilo de Narváez y enviada por Velázquez buscaba al de Medellín. Dejó entonces Hernán a Alvarado al mando y partió en busca de sus perseguidores.
Se llevó Cortés consigo un puñado de hombres (indios y españoles), para salir al encuentro de los de Velázquez, pero al ver que los otros le superaban en número decidió tirar de maña y urgió una estratagema al más puro estilo de las encamisadas de los tercios. Pidió que cinco voluntarios lo siguieran y en medio de la noche se infiltró en las filas enemigas, hizo preso a Pánfilo y de un mandoble le saltó un ojo, seguidamente lanzó un discurso y convenció a la expedición para que se le uniera.
Mientras esto sucedía, en Tenochtitlán los acontecimientos se precipitaban, Alvarado había quedado al mando y a buen seguro que se liaría bien parda. Era conocedor de la conjura que se estaba perpetrando y para ahorrar trabajo a Cortés mandó llamar a la nobleza y a los sumos sacerdotes para reunirse con ellos en una sala del palacio de Moctezuma. Cuando llegaron, los españoles les dieron tajadas de acero a repartir, no dejando a títere con cabeza. Tras esto reclamó de nuevo a sus hombres, pues en ese momento se estaban ofreciendo sacrificios humanos en el templo mayor, de modo que marcharon tan prestos como sus pies les permitieron hasta el lugar. Fue llegar, sacar a empujones a parte de la muchedumbre y subir a toda prisa hasta la antesala del templo, ya allí liberaron a los indios que iban a ser ofrecidos a los dioses y lanzaron a los sacerdotes escaleras abajo. El acto desconcertó a los presentes y permitió que Alvarado y los suyos salieran a toda prisa ante la confusión de la gente, aquello encolerizó al pueblo, que estalló en un tremendo griterío y se lanzó contra los castellanos. Alvarado acababa de encender la mecha del polvorín.
Cuando Cortés llegó a la ciudad era ajeno a todo lo ocurrido, pero pronto fue debidamente informado y sin pararse demasiado para regañar a Pedro de Alvarado, tomó la decisión de atrincherarse en el palacio de Moctezuma. La noche de aquel día, Hernán pidió al emperador que saliera al balcón para apaciguar la cólera de su pueblo; de nada serviría, éste había perdido toda la confianza de los suyos. En cuanto se asomó y dijo la primera palabra, una piedra golpeó violentamente la cabeza del emperador, dejándolo inconsciente y herido de muerte en el suelo. Cortés había jugado su última carta, no podía hacer nada más salvo huir, pero, ¿cómo lo haría si estaba atrapado en la ciudad? Por fortuna había una vía secreta que les permitiría salir pitando de allí, de modo que recomendó a los suyos que cogieran todo el oro y la plata que pudieran y lo siguieran. Así hicieron, y habiendo salido del palacio, justo cuando se acercaban al puente del este, se hubieron de detener, los aztecas lo habían destruido para impedir que los rostros pálidos escaparan. Y si la cosa pintaba mal, ahora iba a pintar peor, pues una india los divisó y dio la voz de alarma, los españoles blasfemaban contra lo más sagrado y se acordaban de los santos difuntos de la allí presente. De pronto, una avalancha de nativos se cernió sobre los castellanos, estos corrieron despavoridos como alma que lleva el diablo. El desconcierto reinaba en las filas de Cortés, muchos de los que se lanzaban al agua morían ahogados por el peso del oro que portaban; los más bravos, como Alvarado, conseguían salvar el pellejo a cuenta de coraje, saltando y escabulléndose de allí como buenamente podían; entre las víctimas los más afortunados terminaban degollados, pero los capturados correrían peor suerte, serían sacrificados a los dioses.
Cuando logró escapar, Cortés reorganizó a sus hombres como buenamente pudo y volvió a Tlaxcala para preparar un nuevo ataque, estaba decidido a volver a Tenochtitlan y terminar lo que había empezado.

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