Avistó Cortés la desembocadura del río Tabasco y allí dispuso que sus hombres desembarcaran. Tenía noticias de la zona por los relatos de Grijalba, quien le comentó en Cuba que los indios del lugar eran gente de bien y muy hospitalarios, por lo que sería el lugar perfecto para descansar y tomar como punto de partida en la expedición.
Cuando todo estuvo dispuesto, los españoles se adentraron en la maleza, Cortés caminaba a la cabeza de la expedición haciendo gala de su valentía, dando ejemplo ante sus hombres. Alvarado, por su parte, miraba con desconfianza al entorno y a ciertos capitanes, no se dejaba sorprender por el exotismo de la jungla, ni se fiaba de los cobardes que por miedo a lo desconocido anhelaban a Velázquez y querían darse la vuelta, apenas eran un puñado, pero más valía tenerlos vigilados por si las moscas.
Al llegar al poblado de Potonchan, un obeso cacique salió a recibirlos de mala gana, empleando un tono más que desafiante. Cortés pasó por alto tal acto y se limitó a pedir comida y agua para sus exhaustos hombres. El jefe local mandó traer lo que Hernán pidió, pero le prohibió entrar en el lugar bajo amenaza e hizo personarse a su guardia. Cortés le recriminó tal atrevimiento y le explicó de nuevo que sus hombres necesitaban descansar del angosto viaje, pero el tono se fue elevando y los ademanes de ambos violentando. Ante esto, Alvarado se adelantó y empujó al cacique para abrirse paso, sabiendo lo que acababa de provocar sacó rápidamente el florete. La guardia del oligarca se lanzó contra Alvarado y al instante los españoles fueron al socorro de su capitán contra los 400 indios que allí había armados. El acero castellano cortaba aquí y allá, los arcabuces tronaban y los perros ladraban y se abalanzaban con gran fiereza contra los indígenas. El pánico se adueñó de los nativos y el cacique quedó a merced del acero de Alvarado, que de una estocada le rajó la barriga.
Acabada la batalla, Hernán se dirigió al Gran Ceiba, el árbol sagrado del lugar, le asestó una fiera estocada y ante los presentes soltó un discurso por el cual tomaba posesión de esas tierras y fundaba Santa María de la Victoria. Al terminar el día, Cortés mandó llamar a todos los nativos y reclamó a fray Olmedo para que oficiase la primera misa en aquellas tierras y aunque la asistencia fue forzada, los indios presenciaron totalmente impresionados como los españoles cantaban al unísono el ¨Te Deum¨ y daban comienzo a la eucaristía.
Tras recibir nuevas del enfrentamiento, las autoridades de Tabasco se personaron ante Cortés, pensando que se trataba de alguien cuasi divino, (los rumores de la vuelta de Quetzalcoatl se popularizaban). Los caciques entregaron grandes regalos a los españoles, pero repararon en algo muy extraño, aquellos hombres no traían consigo mujeres, ¿quién les haría de comer y les complacería sus apetitos sexuales? De ningún modo entendían aquello, así que entre los obsequios se encontraba un séquito de esclavas. Entre ellas una destacaba especialmente por su belleza, Malinalli, quien encandilaría a Cortés y se antepuso a su verdadera mujer. La bautizó y le otorgó el nombre de Marina. Casualmente la india conocía el náhuatl, lengua mexica -pues procedía de una familia nobiliaria y fue vendida como esclava por su padre para evitar ser sacrificada por los aztecas en un ritual- por lo que fue clave.
Los indios mencionaban a todas horas al ¨Señor Iracundo¨, emperador mexica y señor de los aztecas, relataban su tiranía y exaltaban las riquezas de las que gozaba. Cortés preguntó a Marina por aquello y esta le contó grandes historias acerca del pueblo azteca y su señor Moctezuma, pero cuando le explicó el rito de los sacrificios humanos, la cara del español cambió por completo. Cortés oía atónito cada palabra, no daba crédito, era incapaz de concebir aquella aberrante costumbre. Esto no le atemorizaba, pues la plata y el oro paliaban eso y más, de modo que no tenía tiempo que perder, dejó unos pocos soldados en la recién fundada villa y partió con el resto de sus hombres en busca de nuevas tierras y riquezas, camino del imperio azteca.
Camino del poblado de Zempoala, los españoles debieron cruzar un río que parecía tranquilo, pero aquella calma quebró durante un momento, un grupo de canoas aparecieron de repente en las aguas. Cortés mandó a sus hombres permanecer en guardia y esperar a ver que sucedía. Bajaron los indios vestidos con ricas pieles de jaguar y taparrabos, otros lucían majestuosos tocados de plumas y piedras preciosas, consigo traían abundantes regalos: el oro, la plata y las plumas de quetzal abundaban por doquier.
Se acercaron a Hernán y le entregaron aquellos presentes en nombre de su señor Moctezuma, quien había oído de la llegada de tan gratos invitados, pero que pedía con toda su amabilidad qué se diera la vuelta. Cortés acogió los obsequios de muy buena gana y contestó a los enviados aztecas que agradecía infinitamente aquel detalle, pero venía en nombre del monarca más poderoso de la tierra y debía ver al emperador Moctezuma en persona. Les hizo entrega de un rosario ricamente decorado y pidió que se lo dieran a su señor como muestra de amistad.
Cuando Cortés llegó a Zempoala, el cacique del lugar lo acogió con gran amabilidad, todo lo contrario a lo que sucedió en Potonchán. Resulta que el poblado odiaba profundamente a Moctezuma, pues aparte de los impuestos exigidos, les obligaban a pagar una contribución de sangre, es decir, que entregaran una serie de personas para ser sacrificadas en Tenochtitlan. Por tanto, la gente del lugar recibió con los brazos abiertos a los españoles y se aliaron con ellos jurando fidelidad al rey Carlos. Asimismo, en las cercanías del poblado, Cortés mandó fundar la Villa Rica de la Veracruz.
Ahora la situación exigía a los españoles un esfuerzo de verdad, estaban ante las puertas del imperio. Y cómo no, aquellos cobardes capitanes a los que Alvarado miró siempre con desconfianza se amotinaron e intentaron idear una revuelta contra Hernán. La conjura no llegó a gestarse, pues una noche, mientras Sandoval hacía guardia, advirtió que una serie de personas se reunían en secreto. Se acercó silenciosamente a aquel corro y no escuchó precisamente juramentos de fidelidad a la causa. Con cuidado se dirigió a los aposentos de Cortés y le comentó lo sucedido.
A la mañana siguiente Hernán comentó aquello a Alvarado, Escalante y Puertocarrero, a éste último le mandó partir de inmediato camino a España con una buena parte del oro y presentes de los indígenas, para así congraciarse con el rey (recordemos que la expedición era ilegal). Por la tarde ordenó a todos sus hombres que lo acompañaran y los llevó hasta donde tenían encallados los barcos. Una vez allí, con voz autoritaria mandó a Escalante barrenar las naves e inutilizarlas, dejando bien claro que no había marcha atrás.
Desenvainó Cortés el florete y exigió a cuatro de sus capitanes y al padre Díaz que dieran un paso al frente, los acusó de intentar sublevarse y propagar falsos rumores y dictó sentencia: ejecutó a dos, azotó a uno, cortó los pies a otro y exigió al cura arrepentirse en público. No habría compasión para traidores, ni para cobardes.
Sofocado el motín, Hernán tenía un nuevo objetivo claro, llegar a Tenochtitlan y ver si lo que se hablaba del imperio azteca era realmente cierto. Para ello haría falta mucho valor, y aquellos quinientos españoles tenían agallas de más.