A buen seguro que todos los que en este momento prestáis atención a mi escrito habéis estado en Córdoba disfrutando de cada uno de sus rincones. A parte de la majestuosidad de la mezquita y la inquietante belleza de la judería, más de uno habréis reparado en una singular estatua que se encuentra la Plaza de las Tendillas, una escultura ecuestre que llama la atención por dos cosas: la primera, la pose característica de un condotiero italiano del Renacimiento y la segunda, la cabeza del jinete, que curiosamente está labrada en mármol. Podría decirse pues, que nos encontramos ante una estatua italiana, y que vaya a saber usted el por qué está ahí. Pues no señores, esa estatua es tan española como el representado, quien no es otro que El Gran Capitán.
Aunque el propio nombre nos pueda llevar al engaño, Gonzalo Fernández de Córdoba no era natal de la antigua capital califal, sino de Montilla, allí vino al mundo en septiembre del año 1453 de nuestro Señor (como bien se diría en la época).
Gonzalo nació dentro de una familia perteneciente a la baja nobleza andaluza, fue el segundo de tres hermanos y poca cuenta tuvo de padre, pues quedo huérfano de él siendo muy pequeño. Esto agravó aún más su situación, no era más que un segundón, lo cual en el momento no tenía muchas salidas en el ámbito nobiliario, pues el mayorazgo (herencia) le correspondía en totalidad a su hermano mayor, y bueno, los demás hermanos debían buscarse la vida. El segundo normalmente se instruía en la guerra y el tercero acababa metido en la Iglesia; quiso el destino que Gonzalo se dedicase al oficio de las armas y la fortuna le sonriera, de lo contrario no me hallaría aquí relatando sus vivencias.
Pasó su infancia en Córdoba, allí junto a su hermano mayor recibió educación y una primera formación con las armas. El pequeño Gonzalo y su hermano eran caballeros de cuna, pero tan pícaros como cualquier crío de la época, y no era raro verlos en el mercado escamoteando alguna codorniz que otra o tomándoles el pelo a los judíos, lanzando a los pies de estos un real perforado atado por un hilo, el cual retiraban con gran maestría cuando el que había picado se agachaba a recogerlo –como bien pueden imaginar, esto no haría mucha gracia a los afectados, pero bueno, en la época había cierta tirria contra los judíos y la cosa era cómica-.
En aquellos tiempos (y no hace tanto, oigan) la adolescencia y la adultez llegaban a más temprana edad que en la actualidad, y por las peculiaridades y circunstancias, (ni era primogénito, ni grande de España) el joven hubo de dejar a su familia con tan solo 13 años, para partir camino hacia el norte de Castilla, donde estaban el rey y el ejército, de este modo llegó a Arévalo (Ávila). Allí se encontró con el infante Alfonso, hermano del monarca Enrique IV y de la futura reina Isabel, con él entabló una buena relación de la que surgió una confortable amistad, pero la diosa Fortuna parecía volver a darle la espalda a Gonzalo, pues cuando se forjaba dicha amistad, oh tragedia, el infante falleció, unos dicen que fue a causa de una pestilencia y otros acusaban directamente a Juan Pacheco de haberlo envenenado –esto simplemente fue fruto de una conjura protagonizada por los nobles, para sacar todo el jugo que pudieran a las debilidades (que no eran pocas) del nefasto Enrique IV el Impotente, creo que el apodo ya dice mucho de él. Total, que el pobre infante nació para ser marioneta, y cuando los títeres vieron que ya no daba para más espectáculo, se lo quitaron de en medio-.
A la muerte del joven infante, Gonzalo quedó sin padrino alguno, pero era inteligente y parecía oler las oportunidades con mucha antelación, por ello rápidamente se incorporó al séquito de la recién nombrada Princesa de Asturias, Isabel. Ésta había permanecido junto a su hermano Alfonso hasta el momento de la muerte del mismo, tenía muy bien visto que eran capaces de hacer los nobles y a diferencia de su difunto hermano y su impotente hermanastro, ella no iba a ser ningún pelele en manos de quienes no sabían ni como encinchar un burro.
Gonzalo vio a una joven con gran carácter que con tan solo 17 años se imponía a su amanerado hermano -así lo cuentan rumores de la época, ya que tuvo que pedir la nulidad con su primera esposa doña Blanca de Navarra porque al parecer no visitaba la alcoba con frecuencia-, exigiendo su nombramiento como primera sucesora al trono. El de Montilla supo ganarse el favor de la futra reina, y si es cierto, que algunas lenguas así lo afirman, también su corazón. Pero como he dicho antes, Isabelita de tonta no tenía un pelo, y sabía que su papel como futura gobernante era prioritario a los sentimientos, aunque estos últimos quizás acabarían empujándola para designar a Gonzalo como su predilecto.
El Impotente la palma y como de costumbre deja el lío hecho, hasta después de muerto dio castigo. Resulta que como ya he dicho antes, las lenguas viperinas de la corte dieron que hablar, corría el rumor de que la hija de Enrique y Juana de Portugal, doña ¨Juanita¨ no era fruto del rey y la reina, sino de don Beltrán de la Cueva, privado del monarca, por ello apodaron a la joven ¨la Beltraneja¨. Este hecho la desprestigiaba y en cierta forma la desacreditaba para heredar el trono, pero aun así seguía contando con dos puntos a favor: era la hija del difunto rey y Portugal le brindaría su apoyo. Sobra decir que las riendas de este carromato las dirigía la madre, porque ya me dirán ustedes que va a disponer una cría de 13 años.
Se inicia así una guerra de sucesión por el trono entre Isabel y Juana, guerra que serviría a Gonzalo para proyectar su talento y demostrar su valía. En ella fue notablemente destacada su actuación en la batalla de la Albuera, donde recibe numerosos galardones a base de despachar muy a gusto, a hoja de toledana, a decenas de portugueses. La contienda finalmente la gana Isabel y acaba con ésta coronada y poniendo a Juana pies en polvorosa, que se fue con los suyos a Portugal al grito de ¨mariquita el último¨.
Isabel sabía de la valía de su protegido y lo que sentía por el hizo que lo promoviera poniéndolo al servicio de su marido –siempre se ha dicho que el Católico tuvo cierto celo de su ¨Gran Capitán¨-. Fernando lo pondría a la cabeza de su inminente empresa, la toma del Reino Nazarí de Granada, una campaña que se prolongó durante 10 años y en la cual Gonzalo demostró sus dotes de mando, su capacidad para la estrategia y el saber adecuar el ejército a los tiempos. Buena cuenta dio de aquello al otorgar protagonismo a la artillería entre sus tropas, las murallas moras eran mera plastilina ante aquellos cañones que sonaban atronadores cada vez que escupían un proyectil.
La capital no fue difícil de tomar, al poderío castellano se sumaron continuas revueltas internas en el palacio nazarí. Gonzalo sabía de la situación y haciendo uso de su buena retórica y diálogo intentaba negociar cada noche la rendición militar, se introducía a escondidas de madrugada en la ciudad, cubierto por una larga capa oscura y una capucha que impedía vislumbrar su rostro, parecía una sombra más.
En la toma de Íllora y Montefrío hizo gran alarde de valentía, allí se lanzó a la cabeza de su tropa, fue el primero en asaltar la muralla y no tuvo miedo ni reparo en acometer la acción con tal bravura, sabía que sus hombres le seguirían con mucho más fervor y así fue. Al grito de ¨Santiago¨ una enfervorizada tropa saltó en ayuda de su ¨Gran Capitán¨ y cual jabatos se abalanzaron sobre aquellos moros que resistían como buenamente podían la acometida castellana.
La actuación en la guerra de Granada le valió a Gonzalo la concesión, por parte de sus majestades, de una encomienda de la Orden de Santiago. No alcanzaba aún los 30 años y estaba consiguiendo ya aquel renombre que siempre buscó. Su próxima aventura sería en Italia, por entonces estaba en disputa el reino de Nápoles entre el rey Carlos VIII de Francia, llamado el Cabezudo y Fernando II de Aragón, recién apodado el Católico por su santidad el Papa Inocencio VIII.
Allí en Italia se estaba formando la de ¨Dios es Cristo¨, nunca mejor dicho, porque verán, el rey Francés por derechos dinásticos se veía legítimo para invadir Nápoles y hombre, como ustedes se figurarán, Fernando no iba a permitir esto, ya que sería dar carta blanca a Francia para que esta siguiera creciendo, y oye, para derechos sucesorios estaba el aragonés también, ¿no? Pues eso, que Fernando acabó apoyando a los napolitanos y echó a tomar por saco a los gabachos que metían las narices allí.
Preparó una campaña que encomendó a Gonzalo en el año 1495. El de Montilla se puso al frente de la expedición y con un nefasto temporal se embarcó en la costa levantina camino de Sicilia, desde aquel lugar pasaría tan pronto como pudiera hacia Calabria, entrando de esta manera en Nápoles. Pero el entusiasmo por liberar Nápoles parecía tornarse frustración, pues en la batalla de Seminara les dieron bien para el pelo a Gonzalo y al propio rey napolitano, lo que sucede es que poco se cuenta de este hecho, pero la primera batalla del Gran Capitán en Italia se fue al garete por su parte. Ahora bien, esto no puso freno a la empresa que tenía encomendada, pues si algo tenía Gonzalo a favor era la prudencia para saber rectificar los errores, de esta manera se dio muy buena maña de aquí en adelante para echar a puntapiés de plazas y fortalezas a aquellos franchutes entrometidos. Le llevó dos años largar a los ocupantes.
Pero es que aquí no termina la cosa, porque en ese mismo momento su corruptísima Santidad, Alejandro Borgia, se hallaba bien acorralado por un corsario vizcaíno, que actuando bajo bandera francesa ocupó el puerto de Ostia y sometió al Papa a pagar una ¨contribución¨. Y como duele más el bolsillo que la vergüenza el pontífice se bajó los pantalones y pidió a sus católicas majestades auxilio a pesar de las puñaladas traperas que antaño asestó. Estos podían haberlo mandado a la porra con mucha flema, de hecho así hubiese sido por parte de Fernando, pero por unas cosas y otras y tan solo por el título en posesión, los Reyes Católicos mandaron a Gonzalo a liberar Ostia. Así fue, y con gran audacia hizo añicos los muros de las fortificaciones y ajustició al corsario y sus hombres.
Tras la hazaña, Gonzalo se dirigió a Roma para presentarse ante el Papa y darle la buena nueva. Por las calles de la ciudad el clamor popular rompía a elogios hacia la persona del de Montilla, bien sabía que había logrado poner su nombre a la altura que siempre quiso y el pueblo italiano lo engrandeció aún más regalándole el sobrenombre de ¨el Gran Capitán¨.
Al recibir al general castellano, el Borgia acusó directamente a los Reyes Católicos de haberse despreocupado de su persona, Gonzalo como buen servidor de sus monarcas sacó la cara por ellos y no permitió tal afrenta, por lo que hizo recordar a su santidad sus pecaminosos comportamientos y su falta de ética y moral para ahora echar en cara un tema tan baladí a quien lo había socorrido. El Papa se mordió la lengua y de mala gana entregó a Gonzalo la Rosa de Oro y el Estoque Bendito, obsequios que en la época tan solo eran dignos de monarcas.
A falta de franceses turcos son buenos, ahora el trabajo venía del este, los turcos daban sus punzadas allá por Cefalonia, la cual pertenecía a Venecia, aliada de Aragón. Fernando volvió a encomendar a su mejor hombre otra misión de liberación, y Gonzalo tan presto como siempre organizó a la tropa y la llevó a la lucha contra el infiel. La toma de Cefalonia apenas le costó sangre, pero sabía que harto iba a estar de olerla en la siguiente campaña que se antojaba próxima. Y es que Nápoles era ahora más que nunca presa fácil para una Francia que no olvidada la afrenta de unos años atrás y que tenía un nuevo rey algo más torpe que el anterior, Luis XII.
En un principio para no desatar una nueva contienda, Fernando y Luis firman un tratado en Granada por el cual se repartían Nápoles, pero vamos que tan solo duró unos meses, ya que hubo una serie de dimes y diretes acerca de la dichosa frontera. Pues nada amigos, otra guerra, y como era costumbre en Gonzalo, la inaugura con una derrota, de la cual vuelve a sacar una enseñanza, la más importante para la historia militar de España, había que aprender a combatir a campo abierto, atrincherarse en castillos quedaba ya obsoleto –empieza a sonar el repicar de los tercios, será esto su inicio-.
A todo esto el rey francés creyéndose muy por encima del aragonés le ofreció un acuerdo, cosa que Fernando rechazó, pues no iba a ceder a un gabacho y mucho menos contando con el mejor general de la época y su buena estrella.
El mejor general de la época estaba a punto de superarse una vez más y poner la guinda al pastel de su carrera militar con su mejor y más brillante victoria.
Nos encontramos en Ceriñola, es el 28 de abril de 1503, las tropas españolas esperan un gran ataque por parte de los franceses y han llegado con tiempo de sobra para preparar la defensa, esto fue posible porque días antes el Gran Capitán ordenó a cada jinete llevar un infante en la grupa para así aligerar el trayecto, esto provocó no pocas protestas y Gonzalo supo callarlas con gran autoridad y dando ejemplo al montar a un soldado a la grupa de su corcel.
La pequeña villa de Ceriñola se sitúa sobre un cerro, y al contrario de lo que se esperaba, Gonzalo decidió salir fuera, bajó al campo, a la zona de los viñedos y ordenó cavar una trinchera donde apostó a sus arcabuceros, un centenar de hombres. Tras esto se limitó a esperar la ofensiva francesa. Nadie daba crédito a lo que acababa de hacer el general, lo lógico hubiera sido aferrarse a la ciudad y resistir allí, pero al fin y al cabo era el Gran Capitán y si lo hacía por algo sería.
La espera se hizo eterna y el silencio reinante era el peor de los enemigos para la moral de la tropa, pero de repente un vigía apostado cerca de la villa divisó al ejército francés y dio el aviso a Gonzalo, éste con mucha pausa se acercó a sus tiradores y les dio las órdenes pertinentes. Mandó a la caballería colocarse en retaguardia, sobre los flancos.
El temblor del suelo y la polvareda levantada daban cuenta de lo que se avecinaba, la temida caballería pesada francesa galopaba ordenada, eran auténticos tanques de la época. Ocurría algo, mientras los jinetes avanzaban no veían enemigo alguno, pero de pronto se oyó a lo lejos una voz y al mismo tiempo aparecieron frente a sus ojos una perfecta línea de arcabuceros pertrechados por una trinchera, éstos tan pronto como los tuvieron a tiro lanzaron una ráfaga de disparos devastadora que acabó con un gran número de caballos y jinetes. Tuvieron tiempo de recargar una vez más y de nuevo abrieron fuego acabando incluso con la vida del comandante Nemours, se produjo una verdadera masacre.
Los franceses no se daban por vencidos y mandaron al choque a la infantería, entre la cual se encontraban los temidos piqueros suizos, además de la caballería ligera y los cañones, salieron con todo y de nada les sirvió. Los arcabuceros españoles realizaron la misma operación que en la primera carga y esta vez la carnicería fue mucho mayor, en esta ocasión abatieron al jefe de los piqueros suizos, Chadieu. El Gran Capitán sabía que la victoria estaba de su lado, ordenó a sus hombres abandonar las posiciones defensivas y salir al ataque, así lo hicieron y se lanzaron a dar caza a los franceses. La derrota había salido bien cara a los gabachos.
Gonzalo estaba a punto de rematar la faena, y así lo hizo en el río Garellano y en Gaeta:
En Garellano sacó el máximo potencial de las clásicas encamisadas, atacó en Navidad, en pleno invierno, algo inaudito. La fría noche del 28 de diciembre cruzó con sus hombres el río Garellano usando como puente improvisado una serie de barcas; con las tropas en la otra orilla pilló a sus amigos los franchutes con el culo al aire y estos huyeron en desbandada hacia la ciudad fortificada de Gaeta. Hasta allí se dirigió Gonzalo con los suyos y haciendo alarde de la valentía que le caracterizaba, se posicionó bajo la muralla y dijo ¨una de dos: o salís u os saco a patadas de ahí¨. Lógicamente los franceses salieron y como es de esperar, con las orejas muy gachas.
Con esto Francia terminó por desistir definitivamente de Nápoles y el Gran Capitán entregaba un reino a Fernando, éste le premió con el virreinato de Nápoles, bien ganado se lo tenía.
Gonzalo pasó tres años como virrey de Nápoles y un buen día de la noche a la mañana, Fernando que aunque lo tenía en muy alta estima siempre le procesó cierto celo y envidia, se personó en Nápoles y le relevó del cargo, fue allí donde surgió la leyenda de Las cuentas del Gran Capitán. Se cuenta que Fernando exigió de mala manera al Gran Capitán las cuentas de en qué había gastado el dinero de su reino, Gonzalo le dedicó cara a cara estas frases a su rey:
¨Por picos, palas y azadones, cien millones de ducados; por limosnas para que frailes y monjas rezasen por los españoles, ciento cincuenta mil ducados; por guantes perfumados para que los soldados no oliesen el hedor de la batalla, doscientos millones de ducados; por reponer las campanas averiadas a causa del continuo repicar a victoria, ciento setenta mil ducados; y, finalmente, por la paciencia de tener que descender a estas pequeñeces del rey a quien he regalado un reino, cien millones de ducados¨.
En 1515, ya en España, casi olvidado por su rey y con 62 años enferma de las cuartanas, unas fiebres terribles en el momento y que difícilmente tenían cura, en sus últimos momentos pedirá ser trasladado a Granada para verla antes de morir. Quería que lo último que apreciaran sus ojos fuese el fruto de la primera gran proeza que acometió. El tiempo y la historia harían perdurar lo que siempre buscó, una fama y un nombre logrados a base de lucha y esfuerzo.