quiron salud
  • |
Región Digital

El volcán Tambora, Frankenstein y Stille Nacht

20 diciembre 2016

Muchas veces las relaciones de causa-efecto son tan sorprendentes y en ocasiones tan impensables que resulta difícil hasta racionalizarlas...

Muchas veces las relaciones de causa-efecto son tan sorprendentes y en ocasiones tan impensables que resulta difícil hasta racionalizarlas. Me formulo esta mínima reflexión ante una situación que la visión de una película de cine me ha rememorado.

De forma particular, me refiero a esa extraña conexión causal entre tres hechos que se desarrollaron, con una destacada cercanía de meses y una evidente concatenación, allá por el año 1816 en dos lugares situados a miles de kilómetros uno del otro.

Viajemos, en 1815. A una pequeña isla, Sumbawa, en el archipiélago de La Sonda, en Indonesia, atravesada de este a oeste por una cadena montañosa en la que se integran algunos volcanes. Entre ellos, el más oriental, el Tambora.

Y de pronto, en los primeros días de abril, el Tambora entra en erupción. Una violentísima erupción que ha sido considerada como el mayor fenómeno del vulcanismo en los últimos 10.000 años. En su actual configuración, se presenta con cerca de 3.000 metros de altitud y con una base a nivel del mar de 60 kilómetros de diámetro. Su cráter, casi una elipse, con más de 5 kilómetros, tiene casi 1.500 metros de profundidad. Y según se ha calculado, antes de esta gran erupción de 1815 –hubo otras en 1819, 1880 y más recientemente en 1967- se elevaba hasta más allá de los 4.000 metros.

En aquellos momentos de 1815, y en días sucesivos, se produjeron otros numerosos fenómenos eruptivos que originaron la desaparición de más de un kilómetro de la cima del volcán, violentamente arrojada a la atmósfera, en la que se dispersaron materiales equivalentes a un volumen de unos 30 kilómetros cúbicos.

Y parece que las inmensas cantidades de lava, repentina y violentamente arrojada al mar, originaron un gigantesco tsunami de dramáticas y letales consecuencias para los pobladores del archipiélago indonesio.

Pero lo más importante, generalizado y dramático estaba por llegar. Los gases originados en el volcán y la propia violencia del magma eruptivo pulverizan y lanzan a la estratosfera, por encima de los 15 kilómetros, ese impresionante espacio de rocas que formaban la cima de la montaña, ya transformada en un colosal volumen de finísimo polvo,.

En realidad, se desconoce la cuantificación exacta de los valores aportados. Los presentados han sido calculados en comparación con la que se considera gran explosión del cercano Krakatoa, de 1883, aunque menos poderosa que la del Tambora de 1815.

Así, de pronto, millones de toneladas de finísimas partículas han sido lanzadas a gran altura. Y sus ínfimas dimensiones y levísimo peso las mantiene en suspensión, flotado y desplazándose a merced de los vientos sobre toda la faz del planeta, primero tal vez sólo cubriendo las zonas intertropicales para extenderse con relativa rapidez, sobre las regiones templadas del globo para terminar cubriendo toda su superficie, de tal forma que restos de ese polvo se ha encontrado tanto en la Antártida como en la septentrional Groenlandia. Y las pruebas halladas en los Estados Unidos referidas a las anomalías climáticas del verano de 1816, son numerosas.

Y, ¿a dónde quiero llegar? Aquella lejana erupción volcánica, que a lo mejor no fue ni conocida por los europeos hasta pasados bastantes días o meses, aquel violento fenómeno allá en el fin del mundo, estaba originando –y lo hemos sabido bastante recientemente- un verano frio, muy frío, en Europa y en todas las latitudes medias.

En efecto, 1816 es el año que se conoce en la Historia del clima como el año sin verano. Llovía sobre mojado. Una compleja y extraña realidad estaba confluyendo con un continente, el europeo, desangrado, despoblado, esquilmado y arruinado en sus estructuras económicas por las guerras napoleónicas, recién concluidas en Waterloo y el exilio de Napoleón a Santa Elena. Y, por supuesto, la ciencia del momento no encontró relación causal entre el permanente velo de polvo atmosférico con la erupción del Tambora.

¡El tiempo se había vuelto loco! Un anormal y sorpresivo verano que retrasaba la vendimia francesa hasta finales de octubre y las de la cuenca del Rhin hasta noviembre. Las temperaturas caían de forma espectacular y mientras, en buen número de iglesias, se efectuaban rogativas públicas en demanda de la vuelta a la normalidad meteorológica. En Europa Central la situación registraba la misma irregularidad, con un verano oscuro y frio, anormalmente frio, un invierno llegado mucho antes de su natural y cotidiano momento.

Pero viajemos de nuevo. Retornemos de la lejana Indonesia, semiarrasada por la violencia del Tambora, cuyas cenizas se esparcían por todo el planeta. Y regresemos a Europa, más concretamente a Suiza, a una Suiza aterida por el frio y casi permanentemente sumida en días de profunda oscuridad.

También a esa Suiza había llegado Lord Byron, desde su Inglaterra natal, huyendo de sus graves problemas económicos que le habían llevado a la bancarrota y de un matrimonio fracasado. Y ante el repudio de la sociedad londinense a su displicente y alocada forma de vida, a mediados de 1816, el poeta opta por expatriarse e instalarse en Suiza, donde alquila un palacete, Villa Diodati, muy cerca del Castillo de Chillon a orillas del lago Lemán, en el que reside durante algún tiempo, acompañado de John Polidori, médico, escritor y secretario personal de Byron.

Al poco, otro poeta, Percy Shelley, expulsado de Oxford, desheredado por su padre y enamorado de una jovencísima Mary Godwin, abandonaba su familia y escapaba con su amante a Suiza, donde entraron en contacto con Lord Byron.

El clima del momento, las sorprendentes inclemencias meteorológicas, las lluvias y las tormentas de agua y nieve en pleno verano, la oscuridad diurna y los continuos cielos plomizos, casi obligan a los moradores de Villa Diodati a permanecer en ella durante días, plenos de negruzcas nubes que raptaba la escasa y macilenta luz del sol.

Los elementos y las circunstancias meteorológicas concitan a la creación literaria. Así, Lord Byron recordaba este corto tiempo vivido en un poema de 82 versos -Darkness, Oscuridad- que comienza así:

Tuve un sueño, que no fue un sueño.

El sol se había extinguido y las estrellas

vagaban a oscuras en el espacio eterno.

Sin luz y sin rumbo, la helada tierra

oscilaba ciega y negra en el cielo sin luna.

Pero además, para tratar de distraer los largos y tediosos días, los habitantes de Villa Diodati, apostaron por redactar relatos protagonizados por personajes terroríficos, retándose a crear un cuento de terror. Dicho y hecho. La joven Mary Shelley, 19 años, producirá uno de los relatos de terror más universales y duraderos, de la más alta y permanente difusión, Frankenstein, o el moderno Prometeo, el doctor creador de la monstruosa criatura a la que da vida. Por su parte, Polidori, imaginaba historias tremebundas protagonizadas por vampiros. Y su novela, El Vampiro, semeja un espelúznate retrato del propio Lord Byron.

Y he ahí la relación entre una creación literaria de amplísima difusión, la historia de Frankenstein, y aquella violenta erupción volcánica que en el lejano océano Índico había transportado a la estratosfera ingentes cantidades de polvo volcánico llegando a transformar de forma temporal la climatología planetaria y haciendo desaparecer el verano de 1816.

No lo sabemos. ¿Se habría escrito el terrorífico cuento con una climatología “normal”? ¿Los días soleados y luminosos que alegran el vivir cotidiano hubieran concitado la sordidez, horror y terror del relato de Mary Shelley? Repito, no lo sabemos aunque los críticos encuentran una segura, directa y estrecha relación de causa a efecto entre la erupción del Tambora y la creación de Frankenstein, muy ligada a la existencia de ese año sin verano en el Hemisferio Norte.

No fue la precedente la única consecuencia del anómalo tiempo climático de 1816. Según presenta el Profesor José Luis Comellas, Catedrático que fue de Historia de España Moderna y Contemporánea en la Universidad de Sevilla y destacado aficionado a la astronomía, en su libro Historia de los cambios climáticos , las bajas temperaturas averiaron el órgano de la iglesia de san Nicolás en Oberndorf, pequeño pueblecillo austriaco. Pero como al llegar la Navidad no se había podido reparar, su párroco, Josef Mohr, escribió un villancico y buscó que su amigo Franz Gruber le pusiera música, capaz de ser cantada por un coro, con el sólo acompañamiento de guitarra. Estaba naciendo un villancico famoso, tal vez el más conocido, Stille Nacht.

En definitiva, otro resultado, extravagante, impensado e inverosímil producto, de aquellos lejanos estallidos volcánicos. Y termino como empezaba, a veces las relaciones de causa-efecto son tan sorprendentes e impensables. Pero ahí están.

Y que Stille Nacht sirva de especial y afectuosa felicitación en este tiempo de paz y felicidad que deseo para mis amables lectores.

felicitación navidad, bloguero, Fernando Cortés

OPINIÓN DE NUESTROS LECTORES

Da tu opinión

NOTA: Las opiniones sobre las noticias no serán publicadas inmediatamente, quedarán pendientes de validación por parte de un administrador del periódico.

NORMAS DE USO

1. Se debe mantener un lenguaje respetuoso, evitando palabras o contenido abusivo, amenazador u obsceno.

2. regiondigital.com se reserva el derecho a suprimir o editar comentarios.

3. Las opiniones publicadas en este espacio corresponden a las de los usuarios y no a regiondigital.com

4. Al enviar un mensaje el autor del mismo acepta las normas de uso.