Hubo un grupo de artistas que sí disfrutaron de ello, y además, encontraron en la literatura y la pintura más disparatada, una nueva fuente de inspiración, de la que manaron varias de las obras más conocidas de la cultura española.
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La palabra “Acalófilo”, se podría traducir directamente del griego como aquel que ama lo que no es bonito. Y es así como se definían cada uno de los integrantes de esta peculiar sociedad artístico-literaria de finales del siglo XVIII, que fue fundada nada más, y nada menos, que por
Nicolás Fernández de Moratín, poeta de gran renombre en la España Neoclásica, y autor de otras tantas obras de tono satírico, como lo fue El arte de las putas o El arte de putear, poema burlesco que describe las peripecias de las damas de la noche en el Madrid de la época. En ella no faltaban, por desgracia, tintes misóginos que habría que perdonar a la ignorancia y la virginidad del momento respecto a temas feministas. Ni decir tiene que, irónicamente, más de dos siglos después, poco ha cambiado.
Volviendo al tema que nos compete, La sociedad de los llamados Acalófilos, fue fundada, como digo, por Moratín y por su compañero y gran amigo, Juan Tineo, sobrino de Jovellanos. En ella se reunían personajes de la más diversa procedencia, concurrían asiduamente el mismo palco del teatro madrileño y se formaban tertulias donde, en palabras de Tineo “se leían las piezas más disparatadas que se hallaban en todo género como propias y características de aquella cofradía”.
El teatro era, por tanto, una de las actividades más frecuentadas, así como las excursiones y las meriendas en grupo. Y es que así era, como auténticos españoles, la comida jugaba un papel
importante, llegando a escribir en una ocasión el propio Moratín, “Sin chocolate y sin teatro soy hombre muerto”.
Los amantes de lo feo se encargaban, por tanto, de adular la parte menos deseada de la sociedad, y de defender y congratular aquello de lo que, quizás inconscientemente, se viene huyendo desde tiempos inmemorables: la fealdad.
¿Quién desea la fealdad? ¿Tú, que te peinas todas las mañanas para verte mejor? O ¿aquel, que presume de nueva chaqueta?, porque nadie compra ropa fea.
Buscas la belleza, lo estéticamente correcto, lo agradable, porque te hace sentir bien. De lo diferente, lo irregular y lo deforme, se rehúye y se desconfía.
Huyes de lo que no conoces. Y sólo cuando lo comprendes, eres capaz de aceptarlo.
La belleza tiene un poder avasallante en la vida diaria de una persona, desde que se levanta hasta que duerme de nuevo. Un dominio tal sobre el hombre, que, las obras más hermosas jamás escritas, las canciones más bellas jamás cantadas, o incluso las guerras más crueles jamás disputadas, emanan de ella.
Pero, ¿Quién decide que algo es bonito o no?
Incluso los Acalófilos, amaban irónicamente lo feo, no es que lo aceptasen, únicamente se divertían a costa de ello. Quizás, las obras que ellos consideraban desagradables eran en realidad hermosas para otros, y digo quizás porque ello ocurría en muy pocas ocasiones.
Goya, por ejemplo, contemporáneo de Moratín, según estudios de la época, pudo haberse inspirado en las obras de este poeta para el desarrollo de sus famosos “Caprichos”, piezas únicas en la historia del arte, de naturaleza crítica, demoledora y cruelmente intolerante con lo que florecía por entonces en la España del momento. En numerosas ocasiones, nos ofrece una visión atroz de sus personajes, tan desagradable, que no dudamos en calificarla de fea, porque nos incomoda, y no nos agrada. Quizás este fuera el objetivo de Goya, que sentía lo mismo viviendo en la España del siglo XVIII y que parecía conocer de buena mano la percepción y el efecto que producía la fealdad en las personas.
Como él hubo decenas de artistas que recurrieron a lo antiestético en sus obras, con el objetivo de irrumpir en el ambiente pulcro e impecable de la historia del arte, que siempre había idolatrado, e incluso divinizado, la belleza.
Foto: Francisco de Goya, Capricho Nº80. "Ya es hora""