Un buen amigo de Cáceres me solicitaba días pasados una fotografía de mi padre, Valeriano Gutiérrez Macías, a quien tenía mucho cariño.
Al seleccionar la fotografía elijo una de 1944, cuando don Valeriano contaba con treinta.
Como ya he escrito sobre don Valeriano en diversos artículos y una semblanza de su cacereñismo, también me pide que deje constancia de su carácter, modo y forma de ser.
Me lo pone harto cuesta arriba. Porque soy hijo suyo, el cuarto de la saga, aunque el pequeño, mi queridísimo Valín, se despidió con tan solo ocho años, víctima de una cruel enfermedad... Me pregunto, entonces, qué va a decir uno de su padre...
Por ahí quedan muchas páginas de la historia de Cáceres con su presencia en numerosos actos oficiales, civiles, religiosos, pregones, conferencias, conciertos, congresos, reuniones, ferias, certámenes...
Me encierro en medio de una marabunta de papeles. Miro por la ventana entre secuencias, todas ellas, cacereñas, entregado a la ciudad y provincia. Me encuentro a un hombre plenamente generoso, invadido por la paz y la moral, la ética y la bonhomía, la cordialidad y la capacidad de servicio, el cacereñismo como santo y seña, desde donde oteaba los segmentos de su vida...
Buena gente, amigo. Trabajador, constante, amable. Su empeño: Cumplir al máximo con sus responsabilidades y compromisos con Cáceres. Como un objetivo prioritario también fue el de formarnos a su prole desde el respeto, la nobleza, la aplicación en las tareas, la cordialidad, el estudio.
Uno de sus hábitos, cuando éramos unos mochuelos, pasaba por hacernos repasar, antes de coger los bártulos camino del Colegio, los deberes y las lecciones. No había forma humana de engañarle, siquiera fuera venialmente.
Por las tardes, tras dejar a los secretarios, Juan Castaño primero, y Félix Hidalgo, posteriormente, a quienes dictaba con elocuencia y énfasis sus trabajos, y, tras llevar a cabo sus numerosas ocupaciones, sacaba tiempo para dictarnos un párrafo de la “Ortografía Práctica”, de Miranda Podadera.
Hablaba con nosotros, de modo cercano, orientándonos por esos páramos de la vida. Con su bondad habitual, cuajada de consejos. Lo mismo que nos llevaba de las riendas para que leyéramos en alta voz, corrigiéndonos la pronunciación. En un alto te interrogaba:
-- ¡A ver, Juanito ¿Qué quiere decir esa palabra que acabas de leer?
-- No lo sé.
-- ¿Y no se te ocurre preguntarme por su significado?
Don Valeriano, entonces, te incitaba a consultarlo en el Espasa Calpe. Y hala, a buscar en la enciclopedia...!.
Por las mañanas se encerraba un ratejo en el despacho, tras leer el Hoy, hasta que llegaba el correo, con un pitido del cartero, que, bajando el picaporte y abriendo la puerta gritaba: “Don Valerianooooo”. Esperaba el “ABC”, el “Informaciones”, “La Vanguardia Española”, “El Noticiero”, “La Estafeta Literaria”, unas cuantas cartas, la mayoría rogando su interés y ayuda en cuestiones referentes a los pueblos cacereños... De lo que tomaba buena nota como las tomaba en sus paseos por Cáceres, en sus despachos, apuntándolo todo y cumpliendo, hasta donde buenamente podía, con el paisanaje.
Otras veces te llevaba a acompañarle. Enfilábamos Margallo abajo.
Tras el saludo a los primeros vecinos, Juan Manuel Cuadrado Ceballos, a quien daba la mano inclinándose levemente, por su condición sacerdotal, el maestro Juan Checa, a quien preguntaba por la marcha del escolar, el profesor Antonio Luceño, cruzábamos a la acera de los números impares donde Antonio Rubio Rojas, memorizaba los temas de la carrera de Historia, que, en siendo verano, le escuchábamos los vecinos, porque Antonio mostraba su perfil de estudiante haciéndolo en voz alta, en el salón de su casa, que daba a la calle y con la ventana abierta, y que siempre le consultaba cuestiones cacereñas, llegando a ser Cronista de la Ciudad.
Otro cruce de acera y una charla con el teniente coronel de la Guardia Civil Moreno Antequera, en conversación de aires militares y cacereños, claro.
Unos metros más adelante:
-- Cédele la parte de la acera, como un caballero, a Doña Valentina.
Acera abajo. Otro saludo. Miraba el reloj y se paraba, al lado de la tienda de ultramarinos de Cascos, con el otorrino Luis María Gil y Gil, con quien puso en marcha la Cofradía del Cristo de las Batallas.
Desembocando en la calle José Antonio, dándonos de frente con la casa donde moraban un maestro tan culto como Licerio Granados, --"¿Cómo marchan esos estudiantes?”-- y Martín Duque, catedrático de Latín, que me preguntara, “¿Quo vadis, Iohannes?” Uno enrojecía entre latines bachilleres... ¡A ver cómo le respondía que voy acompañando a don Valeriano a saludar a medio Cáceres entre la calle Margallo y la Plaza de San Juan, o hasta el Ayuntamiento...!
Unos pasos y podía aparecer Juan Ramón Marchena para pegar la hebra sobre asuntos munícipes, más adelante tirando hacia General Ezponda, allá que te encontrabas, casualitas casualitatis, con Casimiro García, con carácter severo, que impartía Religión en el Insti y que en sus mosqueos por el alboroto del alumnado nos llamaba bolcheviques, (“Radicales revolucionarios del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, bajo el mando de Stalin y Lenin, hasta alcanzar la Gran Revolución Rusa”), que, con las gafas en la punta de la nariz, merodeaba buscando los rostros de los bachilleres, hijos de conocidos suyos, añadiendo:
-- ¡Ya se lo diré a tu padre, Gutiérrez...!
Otra vez rojo porque don Casimiro, al que con frecuencia le entraban manías, opinión del colectivo estudiantil, en cuanto se ponía a tiro don Valeriano, le chivaba la amenaza...
Luego, bajando General Esponda, se podía escuchar a Emilio Rey "El Pato", “¡Adiós, don Valeriano...!”, a Amador, "¡A ver cuándo entra en esta casa!”, en la bodega de Tino, y a Rufino, padre de Antonio Rubio, con su comercio de lozas atrapado junto a la pastelería Cabeig...
Ya llevábamos una hora caminando. En la Plaza seguía el rosario de encuentros. Venga: Con Chelo, en la librería Hormigo, en la imprenta “La Minerva”, en la farmacia Castel, con Terio, que le pedía aliento para aquel San Fernando de tanto eco, --Agusti, Ayúcar, Félix Candela, Palomino, Nani...—charla con Durán, en el estanco, con la prensa del día sobre el mostrador...
En Pintores: adiós, hola, hasta luego, a ver si nos vemos don Valeriano. Comenzando por Vicente y preguntarle por las novedades de libros sobre Cáceres y Extremadura... Podría pasar por las cercanías Fernando Bravo con su sempiterna pajarita, un saludo a las hermanas de Eulogio Blasco en El Precio Fijo, un rato con el señor Rodas, una parrafadilla con Paquito Burgos, un alto por el Jamec...
O con Juan Pablos Abril, entre cuestiones municipales, o con Emilio Ovejero, presidente de la Federación Cacereña de Hostelería, que había que ayudar más al Club Deportivo Cacereño, o con el teniente coronel Rodríguez Montero, o con Dionisio Acedo Iglesias, “¡Valeriano, mándame cuando puedas un artículo de ilustres cacereños o de las fiestas típicas!", o con Miguel Muñoz de San Pedro, exquisito y pulcro en sus conversaciones, con Antonio Alvarez, el del hotel en la calle Moret, donde tantas reuniones de alcurnia había junto a alguna que otra conspiración, con Manuel Vidal , párroco de San Juan, ya, nos podían dar las del alba, o con Severo, que invitaba a perdiz escabechada... Aunque don Valeriano no era amigo de bares... Prefería la tertulia distendida, con aire urbano, capitalino, e hilos culturales.
O con Federico Trillo Figueroa, José Luis de Azcárraga, Valentín Gutiérrez Durán, a la sazón, gobernadores civiles, y una parrafada sobre la marcha de Cáceres y provincia, con Germán Sellers, sobre periodismo palpitante, con Celso Bañeza --"¿Cómo va esa Radio Popular, amigo?"--,con Eustaquio, el del Figón, con Eugenio Matas, o Constantino Berrocal, psiquiatra, excelente persona, con Pedro Ledesma, médico y humanista, con Casto Gómez Clemente, que se conocía la red provincial de carreteras como nadie, alcalde de Cáceres, o Pablo Naranjo Porras, o el padre Barrios, que tanto hizo por la juventud cacereña, o Fray Antonio Corredor, un intelectual, con José María Grande, presidente de la Caja de Ahorros, con Juan García, el cartero poeta, sobre el latido de sus versos, con el maestro y escritor Santos Nicolás, con Francisco González, encargado de los Talleres Municipales, (“¡Don Valeriano, hay que seguir mejorando la cancha de baloncesto!)”.
O con Martín Palomino Mejías, con Jesús Alviz, novelista, con el coronel y ensayista Narciso Sánchez Morales, con Pepe Massa Solís, pintor luminoso y creativo de mil colores, con Juan José Narbón, una lucha por el modernismo, con Manuel Bermejo, muy cordial, presidente de la Junta Preautonómica extremeña, con Fernando García Morales, escribiendo por los páramos del Cáceres de siempre, o con José Canal Rosado, poeta de versos de belleza en su ventanal de la Plaza Mayor, con Juan Arias Corrales, que saludaba “¡Oh, la, lá, bon jour...!”, con Isaías Lucero, también profesor en la Escuela Normal de Magisterio, con José Ríos Valiente, otro cordial pedagogo, con doña Paula, la profesora de la Ronda, que enderezaba al alumno torcido en los estudios, con Luis Nuño Beato, médico y concejal, con Francisco Cebrián Ruiz, director de la Banda Municipal de Música, o con Ventura Durán, directora del Colegio Delicias, o con Pedro Romero Mendoza, director de la revista cultural "Alcántara", y tantos paisanos –que me perdonen todos los que no puedo citar-- que saludaban:
-- ¡Adiós, don Valeriano...!
Don Valeriano, uno de los últimos humanistas de Cáceres, respondía con una sonrisa cordial, que le salía del alma. Tal cual era él. Y decía:
-- ¡Adiós, amigo...! ¡Usted lo pase bien...!
Lo mismo que, en esas responsabilidades, recorría los pueblos de provincia y palpando las inquietudes de los lugareños como asistía a aquellas celebraciones festivas y ancestrales del calendario popular de la geografía cacereña. Y donde tomaba notas en una libretilla, sacaba coplas a los más mayores, preguntaba por la vestimenta típica, las fiestas ancestrales... Leía, escribía y ejercía sus funciones a todas horas. Ya fueran compromisos de sus cargos, crónicas de la prensa, sus investigaciones, o los libros, que ordenaba pacientemente mi madre, Dorita, una mujer jovial, encantadora, que trataba, infructuosamente, de arreglarle el despacho.
Un día de aquellos nos topamos, por la Plazuela de San Juan, con ese otro humanista cacereño, don Carlos Callejo Serrano, investigador, conservador del Museo, escritor. Luchador por la rehabilitación de la Ciudad Antigua, como don Valeriano, como Alfonso Díaz de Bustamante, como Miguel Muñoz de San Pedro, y que lograron imprimirle, entre tantos esfuerzos, tal cual hoy contemplamos, la estampa de la Ciudad Medieval, Patrimonio de la Humanidad. Con la charla entre los dos escritores, y el mochuelo distraído, mi padre le espetó a don Carlos:
-- ¡A mi hijo le ha dado ahora por el ajedrez...!
Don Carlos, sonrió y me sorprendió con una admiración que sonrojase al adolescente:
-- ¡Hombre, un colega...! ¡Ya tengo con quien practicar el ajedrez...!
Me estrechó la mano, me saludó con una cordialidad exquisita, me preguntó por los estudios, salí del paso como pude, porque tenía al vigilante al lado, y dijo:
¿Sabrás qué es el mate pastor, no?
El bachiller respondió afirmativamente. El sagaz don Carlos, bonachonamente, volvió a la carga:
-- ¿En cuántas jugadas se da un jaque mate pastor?
El hijo de don Valeriano se aturulló sin acertar a hilvanar la respuesta. Añadió:
-- Empecemos la partida. Yo salgo con peón dos, caballo, rey... Ahora le toca a usted...
Sonreí con timidez, mirando al suelo, como mostrando que andaba pensando la jugada... Don Valeriano, entonces, me lanzó un bote salvavidas informándome que don Carlos había escrito un libro titulado “El ajedrez romántico”.
Todavía quedaban numerosos pasos en el caminar de la larga y fecunda vida de don Valeriano: Cómo andaba la Semana Santa, la marcha de la Cofradía del Cristo de las Batallas, el homenaje anual a Gabriel y Galán, las fiestas de San Jorge, los Festivales Folklóricos, la organización de las Ferias y Fiestas desde la Tenencia de Alcaldía, como avanzaban sus últimas publicaciones, la marcha de tantos asuntos ciudadanos, los despachos del Ayuntamiento y la Diputación, con visitas de alcaldes de pueblos o las directrices del Círculo de la Concordia, que también presidiera...
Por casa aparecían con frecuencia amigos de pueblos cacereños. Como José Prieto, piornaliego, ex legionario, que no podía regresar al pueblo sin saludarle y entregarle un gallo de corral, que llevaba en una cesta de mimbre marrón con el pico y las patas atadas, o se acercaba por casa Victoriano Martínez Terrón y mostrarle unos preciosos originales, radiografiando la arquitectura popular, o José Luis Rubio Pulido, sacerdote, que había conseguido unas coplas populares para sus afanes etnográficos...
... Y tiempo, también, para atender, entre Madrid y Cáceres numerosas relaciones humanas, entrañables, amigas, cualificados extremeños: Pedro de Lorenzo, subdirector de ABC, Enrique Pérez Comendador, escultor, Godofredo Ortega Muñoz, pintor de relieve, Manuel García Matos, folklorista de índole nacional, Jaime de Jaraiz, pintor de luz eterna, José Miguel Santiago Castelo, , redactor-jefe de ABC, poeta, que alcanzaría la presidencia de la Academia de Extremadura, Antonio Solís Avila, pintor, Victor Chamorro, Juan Antonio Pérez Mateos, novelistas, ensayistas, muy queridos amigos...
Don Valeriano aprovechaba el tiempo con hábito como entre cartujo y militar, se dejaba llevar por la disciplina que se imponía y controlaba, sin salirse del carril y sin perder un segundo.
Aunque, eso sí, no le faltaba tiempo para en las noches estivales llegarse hasta la bandeja del Paseo Alto con mi madre, o acercarse, en esa retahíla de saludos, hasta Cánovas, sentándose en alguna terraza, aunque en esta última carecía de privacidad por tanto saludo amigo...
Hoy, pues, alzo mi copa plateada del más intenso recuerdo, siempre transparente, por mi padre, por sus lecciones de vida, por su generosidad, por su entrega, por su legado humano y moral, con un brindis habitual:
¡Va por ti, papá...!
También, claro, por mi madre, que desde aquella labor incansable tanto cooperó en la formación y educación de sus hijos, con el mismo brindis...
¡Va por ti, mamá...!
El paisaje, en esta tarde septembrina, se ha eternizado, en medio de un remolino de recuerdos, con una serpentina de lazos infantiles, adolescentes, juveniles, adultos, desde una gratitud que siempre latirá en el alma, porque siempre permanece viva...