Ahí está el amigo, que ni corto ni perezoso, anda apurando la parva, como decimos los extremeños, o sea, la colilla. Hasta casi quemarse los dedos.
Antes, claro es, arrancó una hoja de un librillo de papel de fumar, echó mano a la vieja petaca, vertió un poco de picadura de tabaco, la apelmazó, pasó la lengua por la hojilla, con languidez y sin mayores prisas, la pegó con la parte contraria, remató los extremos, elaboró un muy irregular cilindro, y hala, ya liamos e hicimos un pitillo. Hasta apurar, claro es, a base de bien, tal como se puede apreciar en el documento fotográfico, la parva.
Todo un rito costumbrista con largos años de tradición. Posteriormente lo encendería con el chisquero, con un poco de suerte al primer, segundo o tercer intento; después, una parrafadilla con algún paisanete del pueblo, quizás con Leocadio, el Yuntero, o con Quintiliano, el Tormento, con un saludo como “¿Qué cuenta el amigo?”, o sobre el estado del tiempo. Un buen recurso habitual para iniciar una charla, puede que sobre el precio de los animales en el mercado, o, acaso, tal vez, a cuenta de esas interminables labores que siempre hay por el huerto, por el campo, por el redil, por la corraliza, por los caminos a salto de mata... Tal vez por las recolecciones, o puede que para ir de conejos con los podencos. O de esas divertidas partidas de dominó o tute en cualquiera de las tascas del pueblo, que tantas anécdotas dejan, entre apuros de jugadas, tratando de meter las cabras en el corral a los adversarios de la partida, sacarles un café y darles p´al pelo ante la concurrencia.
O, puede, que sobre ese amplio mundo humano de las ironías, de los sarcasmos, de las chanzas, de las bromas, de las pegadas de hebra, que se expande, ampliamente, por ese profundo paisaje de los municipios más pequeñuelos y donde la mano amiga se tiende con sabor humano con mucha más facilidad, cercanía y cordialidad, mire usted por dónde, que en las grandes poblaciones.
Aunque, para no engañarnos, esos pequeños pueblos extremeños vienen sufriendo en el alma, a base de crudezas, el calvario de las perversas cuchilladas migratorias, que comenzaron a repartirse a diestro y siniestro contras nuestros municipios, contra nuestras gentes, y que llevan sesenta años, lo que se dice pronto, desangrándose en sus lugareños y en sus menesteres, en sus familias y en sus hábitats, de forma estrepitosa... ¿Por qué?
Un cigarrillo tradicional de aquellos tiempos, principios de los años sesenta, de la pasada centuria, cuando uno se echaba un pitillo, tal cual como el que se preparó el amigo, protagonista de la fotografía, porque no todo el mundo, quizás, pudiera adquirir un paquete de Ideales o Celtas o de Peninsulares...
Cada calada, para qué contarlo, todo un mundo, mientras lo saboreaba de cabo a rabo entre la inspiración y la expiración, para, posteriormente, soltar el humo gris-azulado, de forma manifiestamente serena. Un relajo. Una tranquilidad. Un sosiego. Y como el tabaco en aquellos tiempos se andaba por las nubes, o sea, lo de siempre, pues no había otra opción que estirarlo y apurarlo al máximo.
El amigo luce, como se puede apreciar, todo un precioso traje típico y festivo extremeño, y mira, así como con recelo y detenimiento, quizás con alto grado de observación, no se sabe si con algún pelín de desconfianza, a cualquier horizonte de los campos y las tierras extremeñas, prestando su imagen, arrugada de trabajo y esfuerzo, al fotógrafo, que plasmó un documento de relieve...
Una imagen cuajada, al tiempo, de nobleza, y que deja constancia de cómo el paisano va tirando del carro. Lo dibuja y calca su rostro. Como las esforzadas gentes de la tierra parda que siempre hicieron camino al andar. Muchas veces, a pesar de los pesares, entre padecimientos notorios, y dejándose las costillas y el alma en el empeño.
Ese día, se supone, el amigo debía de andar de jarana. Puede que alguna boda, algún bautizo, alguna fiesta popular, entre tamboriles y flautas y buena y abundante comida y buenos caldos, compañero, y mucha cháchara con familiares y conocidos de siempre... Cambió el azadón y la severidad del campo por la diversión... Y, a buen seguro, acabaría con algún trago de aguardiente, entonando canciones populares regionales...
La fotografía está captada del libro "Extremadura, la tierra en la que nacían los dioses”. Un muy amplio y completo recorrido por la tierra parda, de la mano de una figura de señalado calibre, como la que representa Miguel Muñoz de San Pedro, Conde de Canilleros, publicado en 1961 por Espasa Calpe, y que nos dejó un extraordinario legado.