Aquellas sufridas y sacrificadas lavanderas quedan almacenadas en las páginas de la historia conformando una estampa ejemplar en el Cáceres de Aquellos Tiempos.
Entre ellas, Vicenta Polo Salgado, la Farruca, que desempeñaba su trabajo en el lavadero de Beltrán.
La Farruca, (Cáceres, 1907-1989), hija de Andrés, hortelano, y Juliana, con múltiples labores como ama de casa, nació en la calle Picadero. El apodo proviene de la familia paterna a quienes apodaban farrucos por su carácter y temperamento, al que ella hacía honor siendo una mujer echada para adelante, dicharachera, con genio y con ingenio a la vez, con una lengua mordaz y adelantada a su época. Vicenta era la segunda de cuatro hermanos, junto a Francisco, Fernanda y Paula.
Desde niña aprendió a saber de las dificultades, necesidades y carencias en la casa familiar, lo mismo que oía el toque de las campanas de Santiago unas veces llamando a la misa insistentemente y otras doblando por algún difunto, también el crotorar de las cigüeñas y la música de cornetas y tambores de las solemnes profesiones en las madrugadas de la Semana Santa Cacereña. También escuchaba las voces de los vendedores ambulantes, pregonando sus mercancías, picón, dulces, arena, suero, melones, sandías, tomates, piporros…
Su familia, como las de todas las lavanderas, pertenecía a la clase trabajadora y llevaba una vida dura, con bajos jornales y frecuentes temporadas de paro. En algunos casos las viviendas eran compartidas por varias familias, que se decían moradores, incluso con cocina común. Pero la casa de Vicenta estaba habitada solo por ellos, disponía de un amplio zaguán, cuatro habitaciones una espaciosa cocina y, también, contaba con una cuadra y un pajar, pues debido al trabajo de su padre en el campo necesitaban una caballería.
Por su condición social nuestra protagonista no pudo asistir, lamentablemente, a la escuela, ayudando desde pequeña en las tareas caseras, como las de ir con el cántaro a por agua a la fuente, aprendiendo a coser y cocinar.
No obstante lo anterior y con el fin de ganar unas pesetas y aportarlas al desarrollo de la economía familiar desde muy joven comenzó a trabajar como lavandera para conocidas familias cacereñas como las del conocido locutor Cayetano Polo “Polito”, los Acha, los Donaire y Juanita Franco, entre otros, recorriendo durante muchos años el largo camino entre su calle y el lavadero de Beltrán, situado en los regajos, antigua carretera del Casar de Cáceres, que debe su nombre a José Beltrán, un riojano que llega a Cáceres en 1901. Todo un largo trayecto que llevaba a cabo con la rodilla para cargar la cabeza con el barreño de cinc, el batidero, dos cubos, uno con ropa y otro con el jabón casero y comida, y el rodillero de madera con una almohadilla de trapos viejos, lo mismo en mañanas gélidas, con pilas cubiertas por láminas acristaladas de hielo, calentando agua para evitar los sabañones; que en días de calores sofocantes… Cuando hacían un alto en el camino solían tomar conservas sobre todo sardinas o caballas, algún chorizo, patatera y queso fresco o añejo.
En una diversidad de ocasiones aquellas caminatas, entre su casa en la calle Picadero y el lavadero de Beltrán, a Vicenta se le hacían casi interminables, muchas veces cansada por el peso y la incomodidad de los acarreos. Un recorrido que en ocasiones hacía con el cielo cubierto de nubes ligeras o pesadas, blancas o grises que amenazaban lluvia hasta que de repente el cielo se vaciaba a cantaros. Otras eran mañanas gélidas en las que el aliento formaba una pequeña nube, un halo que se diluía en el aire y encontrándose con las pilas que aparecían cubiertas por láminas de hielo que semejaban cristales. Entonces había que encender la lumbre y calentar agua para evitar la aparición de los temidos sabañones, que enrojecían sus manos, y que curaban con remedios caseros y con hierbas del campo con propiedades medicinales. Sobre todo con friegas de alcohol de romero…
También había sofocantes días de verano, cuajados de polvo y de dureza en el campo, viento solano y monótono canto de chicharras y tórtolas en los olivares cercanos, que solían terminar en retumbantes tormentas, por lo que con los trastos en la cabeza y en las manos y marchando a paso ligero había que volver a casa o pasarla cobijada bajo el sombrajo, pero igualmente había tibias y claras mañanas de primavera, con ciruelas, naranjas y membrillos en flor, olor a habas en los huertos poleos en los regatos, y el canto del cuco. Unos días en los que Vicenta comentaba que “daba gusto y hasta el trabajo parecía más ligero”. Y siempre, al fondo, se divisaba de pleno la hermosura de la ciudad de Cáceres, en el que todos los días, desde todas las vistas y a todas horas, a Vicenta le parecía precioso, “toda una belleza y toda una maravilla”, repetía, con sus torres recortadas en el cielo y al final, sencillamente, ni más menos, la Montaña, con la Virgen, la Patrona de Cáceres, velando por sus hijos.
Un trabajo de lavandera que compartía con la Forosa, Dolores, la Tórtola, y muchas más, y en el que nunca faltaba, eso sí, lo que era una buena lumbre siempre encendida con el puchero de café, que ofrecían a todos aquellos que por allí se acercaban.
Asimismo a Vicenta le gustaba también las sopas que ella misma se preparaba en un infiernillo, las pringás, la patatera, el café migao, el queso fuerte, el gazpacho de poleo, las sopas de tomate siempre con sardinillas o con higos, las roscas de alfajor…
El Cáceres de aquellos tiempos es pequeño y provinciano y vive apegado a sus costumbres, en calles tan populares como Caleros, Picadero, Tenerías… Habitadas por cacereños de pura cepa, que conservaban la esencia del pueblo, donde se compartían muchas tertulias y se celebraba la Nochebuena con reuniones familiares y amigos en los zaguanes de las casas, para cantar villancicos y romances como “Madre a la puerta hay un niño”, “El pájaro pinto”, “Moralinda”, acompañado de zambombas y almireces, saboreando polvorones y rosquillas, sin que faltase la botella de anís y aguardiente.
En el zaguán abovedado de la casa de Vicenta, amplio y acogedor con butacas de mimbre se celebraban, además, reuniones tanto familiares como amigas.
Dada la influencia de la religión en la cultura popular, eran muy concurridas las fiestas en honor a algunos santos: San Blas, Las Candelas, Los Mártires o el Nazareno, instalándose mesas de ofrendas con productos regalados por los devotos, hechos en casa, dulces, vinos, palomas, conejos, tórtolas, gallos, embutidos, etc, que eran subastadas con gran participación del público que rivalizaban por ver quien subía más el precio del objeto pujado. Igualmente eran días grandes en la primavera cacereña las romerías de Santa Lucía y Santa Olalla, esta última muy bien recogida y relatada por Miguel Muñoz de san Pedro, con gran asistencia de gente “alta”, con carros entoldados, mozas de campuzas y mozos en sus jacas atravesando los campos de las minas y la “Enjarada”, bailes en la explanada y puestecillos de naranjas, vinos y turrones.
Las clases pudientes solían tener lujosos coches de mulas, conducidos por sus cocheros, con los que paseaban los domingos por la carretera de Mérida, iban a las romerías y se desplazaban a sus fincas. En Carnavales, Ferias y otras fiestas importantes había bailes populares y más selectos en el Círculo de Artesanos y en el Círculo de la Concordia. Unos tiempos en los que al Cáceres de entonces también llego una novedad el foot-ball que, según se comentaba en los corrillos populares, un juego importado de Inglaterra, disputándose el primer partido dentro de los festejos de las Ferias y Fiestas en el 1909 y, curiosamente, en la plaza de toros.
Debido a su trabajo Vicenta no pudo participar apenas en la celebración de estos festejos, lo que no optaba para que la misma, en base a un gran amor propio y capacidad de esfuerzo y sacrificio, lo que llevó a cabo siempre, continuara desempeñando, día a día, constantemente, su trabajo de lavandera, de un modo esmerado y buscando, cada día, más familias a las que la lavar la ropa.
Lavanderas, en todo caso, que multiplicaban una tarea tan severa y dura porque las necesidades familiares, acorde con la época, así lo requerían.
Sus tiempos libres, que también eran importantes, por lo que suponía de descanso, eran simples y casi siempre gratuitos, y que ocupaba, preferentemente, en pasear con sus amigas por la Plaza Mayor, por las Afueras de San Antón, ya Paseo de Cánovas y por El Arandel, a veces asistía al cine instalado en la Plazuela de San Juan, hasta que se inaugura el Gran Teatro el 23 de Abril de 1926, siendo un éxito, con lleno rebosante.
En el buen tiempo Vicenta y sus amigas visitaban las huertas de la Rivera, con casitas pequeñas y fachadas emparradas, donde eran obsequiadas por las amigas y hortelanos con frutas de la temporada, higos, uvas, membrillos, granadas y alguna que otra naranja… Posteriormente, al caer la tarde y con el encendido de las mortecinas farolas de las esquinas llegaba la hora de regresar a casa.
Estas huertas eran trabajadas por familias de tradicionales hortelanos como las de los Periquenes los Brillo, vecinos de la calle Trujillo y propietarios de la huerta de la Merced. Esta huerta, por cierto, debe su nombre a un privilegio o merced otorgado a su dueño por Isabel “La Católica”, en una sus visitas a Cáceres, al haberle ofrecido éste una hermosa cesta de fruta. Esta merced consistía en disponer de más agua y horas de riego que el resto de vecinas de la Rivera.
Los productos de estas huertas se vendían en la Plaza Mayor donde una pequeña Vicenta ya acompañaba a su madre para abastecerse de lo necesario, aunque en 1884 se había construido un pequeño mercado, con reducidas casetas de techo de zinc, que solo se usaba para la carne y el pescado. Hasta que en 1931 se construyó el mercado en el foro de los Balbos que todos conocimos, por lo que hasta entonces se instalaban al aire libre además de los hortelanos silleros del Casar, zapateros de Torrejoncillo, alfareros de Arroyo de la Luz, vendedores de cereales y quesos frescos de cabra…
Otro tipo de alimentos que compraba la Farruca los adquiría en los ultramarinos, con nombres tan conocidos como los Campón y los Siriris en la Plaza de las Cuatro Esquinas. Asimismo Vicenta hacía las compras en una tiendecita en la Plaza de Santiago que atendía la señora llamada Clarita. Existía por aquel entonces un método de compra usado por las clases más humildes. Se trataba de ir apuntando en una libreta lo comprado durante la semana y llegado el viernes que era el día que Vicenta cobraba el jornal procedía a pagar religiosamente. Y es que la Farruca comentaba que quien debe y paga no debe nada.
Vicenta también era muy aficionada y disfrutaba de las Ferias cacereñas de mayo, y a cuyos acontecimientos populares acudía con su hermana Paula, donde le atraían los puestos de peladillas, calabazate, turrón, garrapiñada. Y si los bolsillos se lo permitían tiraba de los dulces feriales y, también, de alguno que otro y que solía comprar en “La Mallorquina”, aunque la mayoría de las veces tendría que conformarse con un paquete de raspaduras, recortes de distintos dulces, que le gustaba merendarse en un tazón de café en momentos de descanso y placer.
Durante las noches estivales y para combatir las altas temperaturas veraniegas Vicenta, la Farruca, salía a la puerta de su casa con la silla de enea, buscando un poco de frescor y, al tiempo el sabor de las comidillas vecinales pegando la hebra, a la muy débil luz de las farolas y a la muy clara y plateada luz de la luna que hacía resplandecer, siempre, las fachadas encaladas.
Vicenta también se distinguía por ser una mujer muy rigurosa en sus labores, en sus afanes, en sus cometidos, en sus tareas, en sus horarios. Lo que hizo de ella una de las lavanderas más afanosas de Cáceres, aunque este calificativo se podía aplicar a todas ellas, tal como nos consta a lo largo de los estudios e investigaciones que llevamos a cabo alrededor de las lavanderas cacereñas.
A pesar de su delicada salud, puesto que Vicenta era asmática, la misma no se privó de nada, repitiendo, con humor y humildad, que “muera el gato, muera harto”. Fruto de sus esfuerzos y de sus ahorros, de toda la vida, pudo ver cumplido uno de sus sueños de siempre. Y que era el de adquirir, junto a su hermana Paula, la casa familiar en la que vivió desde siempre.
La Farruca, una esmerada lavandera con más de 50 años desempeñando esta dura tarea, que siguió, luego, con otro empleo como cuidadora de mujeres mayores prácticamente hasta su fallecimiento.
Toda una vida de una intensidad de sacrificios, los de Vicenta, la Farruca, y todas las lavanderas cacereñas, quedando para la historia la estatua que se alza en la Avenida de las Lavanderas, en homenaje de reconocimiento y gratitud a los esfuerzos de tan reconocidas mujeres, obra de Antonio Fernández Domínguez, con el rostro curtido de dureza y de facciones cruzadas de una vida dura en extremo.
Dejemos constancia finalmente, aunque solo sea para el anecdotario, que desde épocas antiguas las lavanderas eran causa de conflictos que hacían intervenir al Ayuntamiento. Unas veces con vecinos y aguadores cuando llenaban sus cántaros, otras al ensuciar el agua y otras por gastar tanta cantidad que en épocas de sequía casi agotaban los manantiales.