Una ciudad –a la que tanto quiso don Victor Gerardo y que tanto le quiso-- que le cautivó desde que en el año 1945 lograra plaza profesoral en la capital cacereña y, posteriormente, la cátedra de Lengua y Literatura en 1962, y cuyas clases suponían un verdadero placer por su amplio grado humanista y docente, como podemos testimoniar las numerosas generaciones de estudiantes de diferentes centros que recibimos sus enseñanzas. Como es el caso de sus lecciones, siempre magistrales, en la Escuela de Magisterio, en el Instituto Nacional de Enseñanza Media “El Brocense”, en el Colegio San Antonio de Padua y en las Carmelitas.
Todo un ejercicio, el de su magisterio, en el que es de justicia señalar que se dejó la piel con el sabor de su hondura, la templanza de sus clases y disertaciones desde el empeño pedagógico, su elevado grado de bonhomía, y su compromiso en defensa y expansión de las inquietudes culturales de Cáceres.
De su trabajo queda la muestra, entre otras, de su exquisita labor al frente de la Biblioteca Pública, que abrió a todo y a todos, incluyendo sus esfuerzos por aquel Cine-Club donde se ofrecían películas de índole eminentemente social y comprometida y con la celebración de debates de relieve, en aquellos siempre complejos años 60, más aún en una pequeña capital de provincias.
Amigo de las tertulias culturales, junto a personajes como Miguel Muñoz de San Pedro, Pedro Romero Mendoza, Fernando Bravo, Valeriano Gutiérrez Macías, Dionisio Acedo Iglesias, José Canal Macías, Jesús Delgado Valhondo, y otros, del teatro, del cine, de la lectura, del paseo, se diría que filosofal, afable, cortés, inquieto. Innovador, bondadoso, cercano...
Un personaje cuya estampa recordamos, con extraordinario agrado, todos. Alumnos y paisanos, mientras su estela de paseante por las calles y plazoletas cacereñas, dejaba el halo del recuerdo de su cordialidad, de su sabor y de su saber, de su persistencia en abrir nuevos cauces de los surcos culturales. Lo que no parecía tarea nada fácil.
Al escribir estas líneas sobre don Victor Gerardo, un profesor de su tiempo, recuerdo aquel día que, tras pasar lista en la clase de Historia de la Literatura, probablemente allá por cuarto de bachiller, sonó su nasalizada voz:
--Señor Gutiérrez ¿tiene la bondad de salir al estrado?
Enrojecí de la más supina ignorancia acerca del temario de la clase anterior, por el que a buen seguro me iba a preguntar, y avancé, temblequeante, por el pasillo entre las perniciosas sonrisas de unos compañeros y la ironía y cretinez de otros.
Al llegar a la tarima el profesor aclaró:
--Claro que habría que especificar que este Gutiérrez es junior, porque el senior o señor sería su padre, mi amigo don Valeriano.
Y poco a poco fue desguazando una lección de latines, de literatura, de historia, de filosofía y de humanidad pedagógica que toda la clase seguía expectante y curiosa, mientras yo contaba los segundos para que alargara su precisa y magistral disertación.
De repente se abrió la puerta de la clase, asomó la cabeza de Sánchez, el viejo bedel, un cascarrabias de solemnidad, y con su peculiar malhumor, semigritó:
--Señor García del Camino, la hora.
Respiré con alivio. Don Víctor Gerardo se levantó, guardó unos papeles en la cartera de mano, me dio una cariñosa palmada en el pescuezo y espetó:
--Vaya un peso que le he quitado de encima ¿eh, amigo? Pero prepárese para el próximo día que lleva todas las papeletas para explicarnos el tema de hoy.
Probablemente puse una cara de interrogante y de sosiego, ya que la próxima clase quedaba a tres días, habría tiempo de preparar el tema, y, a buen seguro, que me llamaría para explicarle, a mi modo y manera, la lección que nos había dibujado de forma magistral, desde la savia profesoral.
No puedo dejar atrás, ya posteriormente, los días de aquel severo invierno cacereño, de carámbanos y braseros, de abrigos y bufandas, que la calefacción del centro escolar no funcionaba y en las aulas del recinto bachiller, hacía un frío de órdago a la grande. O sea, un frío del carajo, y en los que, muy probablemente, siguiendo el dicho popular, el grajo habría de volar bajo.
Y en vista de que, por unas u otras causas, el problema de la calefacción no se solventaba, una de aquellas jornadas don Victor Gerardo García Camino se presentó a las clases envuelto en una manta, para expresar su protesta.
Una fotografía, tal como se puede apreciar, de esas que hacen historia, al pasar revista a las curiosidades de la ciudad y que no recuerdo de dónde la capté.
Solo resta decir: ¡Qué forma, profesor, tan bella y entrañable, tan cercana, de enseñarnos su asignatura…!