Don Juan Checa Campos fue un maestro ejemplar en el Cáceres de los años 40, 50 y principios de los sesenta hasta su fallecimiento en 1964. Un pedagogo y un docente con dos Escuelas, en las calles General Margallo y San Justo, por cuya sabiduría se deslizaron, en su aprendizaje, numerosas generaciones de cacereños. Don Juan Checa Campos había estudiado Magisterio y, por el llamamiento a filas con motivo de la Guerra Civil, alcanzó el grado de Alférez Provisional, cumpliendo diversos destinos en posesiones españolas en Africa, como fue en Larache.
Avanzando en el tiempo pasó por Ferrol, donde conoció a Jacinta Simó, con la que contraería matrimonio, y tras un señalado recorrido por diversos destinos acabó en Cáceres, con residencia en la calle Barrio de Luna.
Don Juan era era un maestro vocacional, sensible, ilustrado, en el empeño de formar a jóvenes y hombres del mañana, decía, para no pasar las severas calamidades de tantas generaciones que nos antecedieron, tal como nos aconsejaba en la instrucción escolar de cada día y de modo permanente. Y como era un maestro vocacional y un pedagogo de relieve, dejó su trayectoria militar y hasta su puesto de trabajo en el Catastro de Cáceres.
Unas clases que se iniciaban cuando el primero de la clase que le veía entrar en la puerta gritaba: “¡El señor maestro!”. Y toda la clase, automáticamente, se ponía en pie y le miraba con respeto.
Dominaba todas las ramas de las enseñanzas, se preocupaba al máximo del alumnado y su progreso, de sus avances y de su capacidad de comprensión en todas las materias para que nadie perdiera el paso, decía de modo irónico. Y con él resultaba mucho más fácil aprender. A veces, inclusive, como en el caso de la Geografía numerosas lecciones nos las explicaba cantando y las coreábamos con él, mientras el puntero se iba deslizando por las regiones y provincias de España, por los límites que nos separaban de Francia, Portugal y Africa, por los ocho grandes ríos que se conformaban en la nación. Porque cantando o canturreando, apuntaba, se aprenden mejor las enseñanzas. Y la Geometría con muy cuidados dibujos y que hasta nos parecían bonitos aunque costaba un trabajo ímprobo aprenderse los ángulos. Y la Historia con narraciones casi noveladas para inyectarnos el mejor seguimiento. Y las Aritmética, ay, la Aritmética, ahora que uno mira de reojo aquella vara que destacaba en uno de los rincones y que solo era, afortunadamente, un mero objeto decorativo…
También nos enseñaba Urbanidad, con exquisita sensibilidad formativa, Y la Sociología de la Vida con esmero. Y los Ejercicios Manuales con gran originalidad. Se preocupaba asimismo al máximo por lo que denominaba como cultura de la Caligrafía y nos ponía, como solíamos decir, planas y más planas, a ver si aprendíamos a coger el lápiz Johan Sindel de una vez por todas. Don Juan era tan esmerado que hasta pasaba revista a todos los colegiales tratando de que tomáramos como es debido el lápiz, el pizarrín o el palillero. Lo mismo que trataba de implicarnos a tope con las estampas de regalo a las madres en la festividad de la Inmaculada Concepción, el ocho de diciembre, día de la madre, cuando se celebraba entonces el mismo, con dedicatorias de amor filial para las que nos pedía un esfuerzo con todo cariño, que son vuestras madres, y hasta nos obligaba a memorizar una poesía que recitábamos ante nuestras progenitoras con un beso, con mucha emoción y un poco de timidez. Postales coloreadas, decoradas con papel plata, con purpurina, todos los alumnos comprábamos, de modo secreto y clandestino, con la ayuda de las monedas de los abuelos, de los tíos, del padre, o de los tremendos sacrificios de ahorrar de una paga semanal raquítica.
Cáceres, en aquel entonces, estaba cuajada de extraordinarios enseñantes por todos los esquinazos de la ciudad. A saber, como ejemplo, don Isaías Lucero Fernández, don José Ríos Valiente, don Licerio Granados, don Juan Arias Corrales, doña Eladia Montesino-Espartero, don Martín Duque Fuentes, el padre Fray Antonio Corredor, en el San Antonio, don Abilio Rodríguez Rosillo, una eminencia, doña Paula, en La Ronda, en Colegios, en Escuelas, en el Instituto, en Licenciados Reunidos, en el Paideuterio
Pero don Juan Checa Campos se conformaba, además, de una tipología muy peculiar. Por lo que lo mismo dejaba pasar parte de una mañana de aventuras haciéndonos distinguir un abejaruco de un gorriato, un jilguero de un mirlo o una chpva de un cernícalo, que un eucalipto, como los que había en el Paseo Alto, de un abeto, o nos ilustraba sobre las particularidades y propiedades de las hierbas y plantas, porque, amigos míos, subrayaba con énfasis ilustrativo, hay que saber de todo. Y la verdad es que estas últimas eran, sin lugar a dudas, las que más nos atraían junto a las aventuras épicas del Cid, con su caballo, Babieca, y no la lista de los Reyes Godos: Ataulfo, Sigerico, Teodorico, Alarico, Leovigildo, Gundemaro, Suintila, Wamba hasta llegar a don Rodrigo y completar creo que treinta y seis nombres, que se dice pronto, la lista de los apóstoles, los hijos del patriarca Jacob, que tuvo doce hijos, Rubén Simeón, Leví, Judá, Neftalí, Gad, Aser, Dina, Isacar, Zabulón, José y Benjamín, que ya eran ganas de complicarnos la vida escolar. Lo mismo que nos enseñaba parábolas, con filosofía moral, raíces cuadradas, uf, con harta paciencia, canciones populares con ritmo
No faltaban, claro las bienaventuranzas, que eran muchas y no había forma de memorizarlas como era debido, como la dificultad de los raros nombres de los huesos y músculos del cuerpo humano, conocer las denominaciones de los polígonos hasta llegar al icosaedro, y aquellos terribles dictados que nos imponía de un libro, Ortografía Práctica de la Lengua Española, conocido como por los apellidos de su autor, el escritor y pedagogo Luis Miranda Podadera, que más parecía un volumen hecho para crearnos problemas y tener que repetir en una plana del cuaderno cien veces la palabra, por ejemplo, barbaridad, que se escribe con dos bes y termina en de, carajo, y no en zeta, de zopenco. Y se reía dominando las miradas asustadizas de todos los mochuelillos que sabíamos, en el fondo, que siempre tenía razón en todo,
Volcado en la radiografía de los escolares, los alumnos, mientras nos preparaba para el ingreso en Bachiller, se adelantaban o atrasaban en función de haber estudio más o menos, y mejor o peor, las lecciones del día anterior, y que don Juan Checa preparaba, con singular esmero, en su casa de Barrio de Luna, en medio de los estudios de sus tres hijas, Mary Angeles, que le ayudaba en las labores docentes, María Jesús, que llegó a ser senadora a finales de los ochenta y preceptora del entonces Príncipe Felipe, y Pilar. Y entre toda la familia, por cierto, don Juan Checa, doña Jacinta Simó y sus hijas organizaban con gran esmero la celebración del cumpleaños del señor maestro con pasteles, en medio de una jornada, a caballo entre el relajo y la festividad, y que finalizaba con un viva de todo el alumnado por el mismo y hasta aplausos de los escolares.
Las escuelas de don Juan Checa disponían de un gran servicio de docentes como don Victor Perales Puerto, don Francisco de Paz, que ya en aquellos tiempos poseía una Vespa con el escudo del Real Madrid, y don Pedro Bohoyo Sancho, hombre de la cultura y de exquisita corrección en el trato, entre otros. Acaso porque don Juan Checa Campos, buena gente, también disponía de una visión especial para analizar el perfil de sus ayudantes.
Don Juan Checa Campos se dibujaba como un profesor de corte clásico, de aire impregnado de señalada composición humanista, de honda partitura vocacional por el magisterio. Y, además, combinando la cordialidad con la rectitud y el respeto con la exigencia para que nos aplicáramos como es debido. Buen amigo don Juan amigo de los refranes. Camarón que se duerme, la corriente se lo lleva, decía al alumnado que no se había aprendido las lecciones impuestas el día anterior, o con títulos de canciones para, de forma irónica, darnos un poco de caña. Por lo que cuando un alumno soltaba una boutade decía "La maté porque era mía". Hacía un alto de un par de segundos y añadía, "Tango". Y de la misma ironía tiraba cuando un escolar desconocía la respuesta acertada a su pregunta y decía: "¡Tú llegarás...!". Hacía un alto en el camino y añadía: "¡Tú llegarás a dar con la cabeza en el pesebre!". La clase, claro, era un estruendo de risotadas. Y hasta puso de moda, como en otras escuelas de la época, el que un alumno que no sabía una pregunta y la sabía otro, que iba detrás en el orden de más a menos aplicado, cogiera sus bártulos, que llamaba don Juan Checa a la cartera escolar, el plumier, los libros, los cuadernos, los lápices, las gomas, y alternaran los asientos y lugares a ocupar en la clase.
Don Juan manejaba un léxico tan profundo como coloquial y popular. Lo mismo decía a la hora del recreo: "¡Venga, a ver si miccionais y soltais todo el orín y aguantais hasta la hora de comer!" o "¡Hala, a cambiar el agua al canario!", que largaba "¡Ya es la hora del alpiste!" queriendo indicar que era llegada la hora de dicho alto en las obligaciones escolares. Y lo mismo definía como cernícalos, mochuelos, pollinos, cebollinos, rucios, chorlitos, pencos, obtusos, romos, monstrencos, mendrugos o tarugos a los que no se sabían la lección, lo mismo que nos soltaba que "¡A ver si se os meten las cosas en la mollera, que la cabeza está para algo más que para llevarla de adorno sobre los hombros!". Igualmente señalaba a los malos estudiantes con frecuencia "¡Estás en la higuera, amiguito!" que "¡Te va a arder la cabeza de tanto pensar!". Lo mismo que, cuando el alumno no estaba muy acertado en las lecciones del día, le espetaba: "¡Parece que tienes serrín en la cabeza, muchacho!".
Asimismo trataba de implicar al alumnado en acontecimientos sociales de relieve, por ejemplo, la bajada de la Virgen de la Montaña, que hacía suyas las frases de "¡Hay que hincar los codos!", o, cuando se enojaba un poquito y nos decía a todos: "¡Teneis menos sesera que un mosquito!" e implantaba, entonces, la disciplina, daba un golpetazo con la vara de fresno sobre la mesa, que hasta saltaban los papeles, y decía: "¡No quiero oir ni el aleteo de un mosquito!".
Como dato anecdótico señalar que en la Escuela de don Juan Checa en Margallo esquina a San Justo, ya lindando con el comienzo de la cuesta que sube hacia la Plaza de Toros, no había aseos, por lo que había que aliviar el cuerpo en el recreo, de once a once y media de la mañana, en el que sacábamos el bocata y nos encaminábamos, así como en manada, todos juntos, a los bajos del Arandel o al Paseo Alto. Sin embargo su otra Escuela, también entre Margallo y San Justo, en las traseras de la sastrería Hinojal y el ultramarinos de Cascos, coincidiendo con las ventanas de las casas-vivienda de la Guardia Civil, había excusado y todo. Si bien verdad que el mismo no tenía puerta, sino una cortinilla, estaba al lado mismo de la mesa del profesor, y se oían los diversos ruidos propios de tales menesteres.
Vaya desde aquí, pues, el más profundo respeto, recuerdo, cariño y gratitud a don Juan Checa Campos a quien agradeceremos siempre su bondad en el magisterio de la enseñanza, ajena, por cierto, a torticeros castigos que al parecer, se imponían en otras escuelas para implicar al alumnado en el estudio.