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LA PITERA DEL GUIJARRAZO

09 junio 2016

Habría que convenir con Huxley y Alfonso Callejo que, en cierto modo, el progreso tecnológico solo ha proporcionado medios más eficientes para ir hacia atrás.

Alfonso Callejo Carbajo escribía, el pasado jueves, 2 de junio, en su columna semanal del diario “Hoy”, un artículo profundo, como todos los suyos, titulado “Gorriatos”, o sea, pardales, hablando entre otros de las chovas y de los quicas, a caballo entre el ayer y el hoy. Un artículo que merece la pena leer y reflexionar sobre su contenido.

 

En el mismo tras una exposición de la cultura urbana y niña de Aquellos Tiempos el articulista lleva a cabo un planteamiento sobre la paulatina desaparición de estos pájaros históricos en el hábitat urbano, como de la casi inexistencia del carámbano, de los burros y hasta de las gallinas, para concluir, de la mano de Aldoux Huxley que, en cierto modo, “el progreso tecnológico solo ha proporcionado medios más eficientes para ir hacia atrás”.

 

Un artículo conmovedor y reflexivo que me ha trasladado a aquel tiempo niño en el que los mochuelos de entonces nos criábamos en medio de la armonización de tres ambientes: la casa familiar, la escuela y las pandillas de la calle. 

 

En estas últimas a ritmo de cantazos para abatir gorriatos, vencejos, aviones, grajas, abejarucos, golondrinas, pardillos, mirlos, estorninos, palomas torcaces, de gatear por los árboles, de atrapar saltamontes y ponerle sobre un hormiguero para ver una interminable procesión de aprovisionamiento de víveres, de capturar lagartijas para cortarles la cola, que seguía viva después del tajo, (por lo que a los más inquietos se les calificaba como de rabos de lagartija), de coger culebras para demostrar nuestra valentía, de cazar ranas con la luz de una linterna, que sabíamos de la edad de determinado ganado por la dentadura, que cuidábamos del borreguillo pascual, que lográbamos sacar al grillo de su madriguera introduciendo una pajilla por la boca de la madriguera, que lanzábamos guijarros con el tirador cuando veíamos a dos perros pegados, que nos bañábamos en pelota picada en la Charca Musia, que aprendíamos a espabilar con la experiencia de los compañeros de la pandilla, que jugábamos en la calle a burro nuevo, a los pelotazos, a la villorda, al patín, al salto del estudiante, a pies quietos, que criábamos gusanos de seda, que distinguíamos las plantas y sabíamos de sus propiedades curativas, como que la menta combate la jaqueca, que la valeriana es muy buena contra el insomnio o que una infusión de ortigas va de maravilla para la circulación. Todo ello, claro es, a través de largas y útiles conversaciones sociales, sociológicas y formativas dentro del panorama del crecimiento, como hasta barruntábamos las tormentas o mascullábamos el frío cuando el grajo volaba bajo. O, simplemente, disfrutábamos si alguno se pegaba un guarrazo.  

 

Además, claro es, de las enseñanzas propias de la escuela. Donde de la mano de don Juan Checa Campos, en mi caso, en el esquinazo en que la calle Margallo se abrazaba a la de San Justo, a la altura del número 102, aprendíamos los ocho ríos principales de España a ritmo de monótoma canción, las conquistas de Don Pelayo y del Cid, Rodrigo Díaz de Vivar, con su caballo, Babieca, nos rompíamos la mollera para averiguar el quid de la raíz cuadrada, lo mismo que copiábamos planas de castigo por no cumplir con los rituales de los deberes, entre reglas de Urbanidad, que comenzaban cuando a primera hora de la mañana un compañero del colegio gritaba “¡El señor maestro!” y todos nos levantábamos para darle los buenos días. También estaban presentes por aquellos pagos de la Educación, con mayúsculas, algo así que podríamos denominar como Sociología de la Convivencia. En los primeros pasos se imponía el método “Rayas”, luego “El Catón”, después la Enciclopedia Elemental, la de Grado Medio…

 

Y me he ido a nuestras excursiones al campo, con bocadillo de rebanadas hogaza o bollos de pan francés con patatera o de sardinas en aceite al medio y una cantimplora con agua volcada del cántaro, para saber de las características del gorriato, como cita acertadamente Alfonso Callejo, del alacrán, que hacía extremar las precauciones por la fuerza de su veneno, de la tarántula, de los riesgos de la sombra de la nogala, los mismo que ayudábamos a nuestras madres a desplumar una gallina, tras el correspondiente baño de agua caliente, mientras los inviernos se combatían gracias a los gritos de la mercancía de los carboneros, para encender el picón en el brasero, que se removía con la badila o con la alambrera, al compás que, a primera de hora de la mañana, había que echar carbón en el fogón, prender fuego con un fósforo a unos papeles, por lo general de estraza, aplicar el soplillo a toda mecha para que espabilara el fuego y poder calentar el café, a la espera de los churros, recién salidos de la churrería a la altura del final de la calle San José, posteriormente, la comida, mientras, si fuera el caso, elabuelo, esperaba sentado en una silla con asiento de mimbre o una banqueta apurando en la comisura de los labios los estertores de un pitillo que había encendido con el chisquero. Mi abuelo, por cierto, cuando se pillaba un constipado, se daba baños de eucaliptos, esto es, hervía un par de litros de agua en una cazuela, le echaba un puñado de hojas de eucalipto, recién cogidas por algún nieto en el Paseo Alto, precintaba su cuarto, abría la cazuela, olisqueaba con frecuencia el aroma aproximándose al máximo al recipiente, se esparcía por su dormitorio un vaho denso e intenso, y tomaba jarabe y un vaso de leche caliente con unas gotas de coñac. También se acompañaba de infusiones de la misma receta. Por la noche metía los pies en una palangana con ceniza, para, más tarde, impregnarse de unas fricciones de alcohol de romero. 

 

Por la calle se escuchaba al melonero su sonsonete de “Sandías colorás, a raja y cala”, o el pregón del dulcero del Casar, envuelto entre roscas de alfajor, bolluelas y mantecados, o el penoso grito del carbonero que llegaba desde los pueblos de las cercanías cobijado bajo una manta, aterido de frío, que salía del municipio aún en las noches de noviembre y diciembre, el silbo del afilador, el sonsonete del chamarilero o las voces de los pieleros. Acaso la trompetilla que avisaba de la llegada del camión municipal para que las amas de casa sacaran los cubos de latón rebosantes de restos de comida y otras basuras, o el desfile de caleros, albañiles, carpinteros,  fontaneros, reclutas y soldados, lavanderas camino de las fuentes en las aguas invernales que, en ocasiones, a veces les rajaban las manos con sabañones como de los braseros se podían producir dolorosas cabrillas.

 

Los pobres y mendigos, con ojos enrojecidos de hambre y la cara cruzada por un arado de sufrimientos, pedían de puerta en puerta o a los fieles la salida de misa “una limosna, por el amor de Dios” y cogían unos céntimos de peseta o un trozo de pan que antes se besaba por parte del donante…

 

En los tinaos, en los establos, en las cuadras y a campo abierto se escuchaba el alboroto y mugido de las vacas, el rebuzno de los asnos, el relincho de los caballos, el balido de las ovejas… Y en los corrales había un vaho de cacaraqueo de gallinas entremezclado con el quiquiriqueo del gallo que esperaban los desperdicios de la comida, que se esparcía desde el cubo al cuadril, desde la faltriquera o envuelto en el mandil al grito de “¡Piroooó, piroooó, pirooooó!”, el guarro aguardaba su San Martín en la cochiquera, mientras unos hombres hechos y derechos, bajo la pana, el chaleco y la boina, con barba de tres o cuatro días, navaja cabritera bajo el cinto, le llevaban al matarife tirándole del gancho entrelazado en el hocico. Un cerdo que representaba una despensa familiar, que no todos poseían, precisa, lamentablemente, del que se aprovechaba todo, empezando por los torreznos y la prueba, uno de los platos más deliciosos de la cocina cacereña. 

 

Los conejos, que de cuando en vez quedaban en completo y agotador éxtasis tras unos cuantos segundos de impregnación sexual, corrían de un lado a otro, con los gazapillos atontolinados, sin saber que el día menos pensado se lo  llevarían, colgado patas abajo, para darle un fuerte cogotazo en la nuca y posteriormente despiezarlo para pasar a ser estofados con las debidas bendiciones a la olla. Si bien no era de desdeñar el cocido habitual de la inmensa mayoría de los días combinado entre fideos, garbanzos y chacina. Hoy, por cierto, plato de lujo y altos precios en la restauración. Y la chiquillada, dicho sea de paso, desayunaba, comía y cenaba alrededor de la mesa camilla escuchando la conversación familiar y aprendiendo de los mayores.

 

Con las tormentas de relámpagos, que a veces llovía a manta de Dios, o, si lo prefieren los lectores, más que el día que enterraron a Zafra, llegaban las preces en el cuarto de la abuela Patrocinio, que previamente había encendido una vela sobre una palmatoria ante la capilla de la Virgen encima de la cómoda, por los cumpleaños y con alguna asiduidad las madres elaboraban una rica masa de forma afanosa que tras pasar por la sartén eran espolvoreadas de azúcar, compraban coquillos, en ocasiones nos sorprendían con bambas o merengues, y los chicuelos, que solíamos heredar las ropas de los hermanos mayores, coleccionábamos cromos, entre otros,  de los futbolistas del Real Madrid, del Barcelona, del Atlétic de Bilbao, del Sevilla, del Atlético de Madrid, cuyo rostro incrustábamos en las chapas con un cristal encima y jugábamos señalados partidos de fútbol con una pelota “Gorila”, que regalaban con la compra de unos zapatos, allá en una de las tiendas de los soportales de la Plaza.

 

Cuando tocaban a comer las madres solían asomarse a la puerta de la calle para avisar  a sus hijos y, de no verlos, o voceaban el nombre del chiquillo o asomaba alguna vecina que le decía a la progenitora donde se hallaban los críos, mientras anhelábamos la llegada del domingo para recibir la siempre rácana paga semanal, que había que estirar como fuera, leer, por lo general alquiladas, claro es, las últimas aventuras del Capitán Trueno en su lucha contra los infieles, acompañado de Goliat y de Crispín, la valentía del Guerrero del Antifaz, las hazañas del Cosaco Verde, las heroicidades de Roberto Alcázar y Pedrín, o de Pantera Negra, o las del Cachorro, acaso las historietas de Pulgarcito, de Carpanta, de la familia Cebolleta, de Carioco, un loco que era la mar de listo, de Petra, criada para todo, de los hermanos Zipi y Zape o de los episodios de la 13 Rue del Percebe, para, en un salto de señalado relieve, pasar a leer los relatos de Emilio Salgari

 

Aunque otros se inclinaran, de forma ávida, por las novelas del Oeste bajo la firma de Marcial Lafuente Estefanía. Las tardes de domingo estaban a caballo entre las sesiones infantiles de cine con “Marcelino, Pan y Vino”, “Mi tío Jacinto”, “Solo el Valiente”, “Los tramposos”, mascando chicle y explotando los globos de los mismos, paladeando regaliz o mascando pipas. También nos dábamos cita, como una sagrada devoción, en el campo de la Ciudad Deportiva, cada quince días, para seguir las peleas jabatas y bravías de Tate, Valero, Mandés, Palma, Fabio, Nandi, Escalada y otros héroes de la afición local. Sin dejar atrás que, posteriormente, muchos, en aquellas tardes sabatinas y mañanas y atardeceres y anocheceres dominicales practicábamos la filosofía de las tres pes, paseo, pipas y pa casa.

 

Ya pasábamos, sin darnos cuenta, al bachiller, a ayudar a misa entre latinajos de duros aprendizajes, repiqueteaba el tenebroso y casi amenazante “Dies irae” a machamartillo, aguantábamos los quiries, aprendíamos a saborear los primeros pasos de la niñez a la pubertad, los caminos de la vida se abrían, como un abanico, Cáceres se iba estirando y creciendo, de forma preferencial, hacia el Sur, se abrían bloques de grandes alturas, las familias iban trasladándose a vivir a unos cuantos metros del suelo, en pisos entre setenta y ciento cincuenta metros cuadrados, los niños se alejaban casi sin darse cuenta, de las pandillas, y ya se iban dejando llevar por el afán indómito de las modas que marcaba la televisión y los paulatinos pero impactantes cambios de ciclo. Con todo lo bueno, que todo hay que decirlo, y sus dilemas y encrucijadas.

 

De repente llegó la más fuerte tecnología informática, la mayor parte de los pequeños se apelmazan en sus habitaciones, que ya no se llaman cuartos, ya casi pasan del todo de la televisión, relegada en su formato y posibilidades, personalizada en los dormitorios, para evitar, tal vez, el contagio familiar, y optan por el reto y el dominio del ordenador, se bajan películas, cambian toda la fisonomía de una fotografía con impactos de relieve, pasan por lo general de la biblioteca y van a internet, cogen la tablet, utilizan las mil aplicaciones de la telefonía móvil, brujulean de maravilla entre Apple, iPhone, iPhad, Apple Watch y otras múltiples variables… Y a otra cosa, mariposa. Y uno se pregunta ingenuamente, tal vez de modo capcioso, si no estaría la virtud en el término medio, como reza el refranero castellano, aunque haya que irse adaptando al compás de los tiempos para no perder el paso.

 

Mi querido amigo Alfonso Callejo, hijo de aquel eminente humanista llamado Carlos Callejo, un lujo moral en la historia de Cáceres, finaliza su discurso argumental del artículo señalando que “en cierto modo tenía razón Aldoux Huxley cuando dijo que el progreso tecnológico solo nos ha proporcionado medios más eficientes para ir hacia atrás”.

 

Al menos, en la más que modesta opinión del autor de estas líneas, no puedo por menos que coincidir con las tesis de Aldoux Huxley y las de Alfonso Callejo, otro de esos humanistas que ya cuesta harto trabajo encontrar por las esquinas y recovecos de una sociedad que circula de forma despendolada a velocidad de circuitos, buscando siempre la pool position, mientras las sensibilidad humana, ay, parece que pierde algo de fuelle y de recorrido y ritmo en el trasiego de la vida…

 

Y a mi amigo Alfonso recordarle que en mi modesto Blog aparece un trabajo que un día titulé “Aves en el Casco Histórico-Monumental de Cáceres”, ahora que, al releer su artículo, me traslado a aquel hábitat en el que tanto disfrutó en su niñez entre quicas, gorriatos y grajos, en el corazón de la Ciudad Antigua, mientras saco a colación, a su vez, el titular de mi modesto artículo, como todos, para hilvanar aquel día que un compañero, carajo, descalabró la cabeza al otro haciéndole una pitera por un guijarrazo, mientras se justificaba con que había sido sin querer y que trataba de asestarle un cantazo a un pardal que debía de andar en la misma línea de tiro.  

 

Gracias Auxley y gracias, amigo Alfonso

 

P. D. El artículo “Gorriatos”, de Alfonso Callejo, se puede leer en su blog: gotasdeopinion,blogspot.com.

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