Las lavanderas, aquellas sufridas lavanderas, que tenían su origen en los estratos más humildes de la sociedad, fueron hijas, esposas, madres sacrificadas casi hasta, y quizás sin el casi, hasta el final de sus días. Multiplicaban las horas de trabajo doméstico, fregar, lavar, planchar, cocinar, limpiar, coser, bordar, remendar, ir al mercado, lavar la ropa, caminaban de modo impenitente y esforzado hasta fuentes y lavaderos como Fuente Hinche, Fuente Concejo, Beltrán, Fuente Fría, en las minas de Valdeflores, en Valhondo, Fuente Fría, El Corchito, San Marquino, se dejaban las manos, entre las frías aguas invernales, y se dejaron, al tiempo, todo un mundo, apenas reconocido, por sacar adelante la casa junto al jornal de la casa, estirando el sueldo, si es que lo había.
Mujeres esforzadas y heroicas, anónimas, sufridas lavanderas, que batallaron y sudaron a base de bien entre asperezas de vida, entre las severidades propias de aquellos tiempos, sin descanso alguno y con una y mil tareas.
Las mismas llegaron a poner en marcha, en Cáceres, en su día, una hermandad, con su normativa y todo. Sobe todo para ayudarse entre ellas. Por solidaridad. Y, también, crearon hasta sus costumbres. Entrañables, pioneras y esforzadas trabajadoras del hogar.
Y hasta las fuentes y lavaderos se encaminaban con tajuelas para hacer más cómoda, si vale la palabra, la posición de las rodillas, los cestos de mimbre para albergar la ropa seca, el jabón casero, con aceite usado o tocino o sosa caústica, y rodillera.
De ahí en adelante sábanas, camisas, camisetas, calcetines, calzoncillos, rebecas, bragas, enaguas, pañuelos o moqueros, cortinas, y todo un montón de prendas que se almacenaban en casa.
Labores, trabajos y misiones que hoy, afortunadamente, ya no se conocen, mientras que la historia de los sufrimientos y de las durezas quedan atrás. Y con la queja en el silencio. Como la severidad de las frías aguas invernales que hasta les generaban sabañones o el calor del estío.
La mayoría de ellas, que eran muchas y procedentes todas ellas de humildes barrios, tenían su apodo. Por ejemplo, Las Culolobos, grupo formado por La Gabina, apodada La Chata, y sus cuatro hijas, Vicenta Polo Salgado, denominada la Farruca, una mujer de casta donde las hubiera, dichararachera, siempre con un genio e ingenio de relieve, dicho por su sobrina nieta Teresa Muñoz. La Farruca fue la ùltima lavandera de Beltrán, Las Cañetas, Ana, apodada La Clavera, Las Galapas, que vivían en el cacereñísimo barrio de San Antonio, Severiana, conocida como La Patilla, que habitaba en Sande, Lorenza, a quien conocían como La Gata, y que le molestaba que la llamaran con semejante apelativo.
También figuran en el listado de los recuerdos de las lavanderas cacereñas Manuela, que residía en La Berrocala, encargada tambien de atender el lavado de ropa de buena parte de militares, La Carambanilla, La Patilla, Juana, a quien llamaban La Juanilla, y que además vendía leche, La Micaela, María, La Cana, que residía en la calle Piedad, Josefa Leal Congregado, La Forosa, familia de los Camamas, Hermenegilda, la señora Guadalupe, en la calle Caleros, Andrea Manzano, la Pateta, porque era el abuelo de los Patete, Antonia Hurtado, la madrina de Antonia Reguero Iglesias, o la madre de Angeles Criado Molano, lavandera y aguadera, insansable, fuerte y con diez hijos y una casa por sacar adelante. Lo que se dice pronto, y hasta fácilmente, pero que había que padecerlo en las carnes y las penalidades de las propias lavanderas y de sus familiares.
Para la historia de la dureza, de la crudeza, de la severidad de aquellas vidas, sufridas y sin parar, muchas de ellas, en sus propias adversidades, pero obligaciones necesarias e imperativas de los tiempos, tuvieron hasta que romper carámbanos...
O Agustina Saez, la Colorá, que residía en Aguas Vivas, y conocida así por el color de su pelo. La misma, según rezan las crónicas, fue la última lavandera, afortunadamente, añadimos, y que falleció, con noventa y ocho años de edad, dejando atrás, a través de una larga vida de servicio doméstico, hasta donde han ido contando compañeras de trabajo, familiares y vecinos, una muy continuada historia de esfuerzos, de sacrificios y de un gran esmero en el desarrollo de su cumplimiento laboral y, de este modo, poder ir llevando un jornal a casa. Y a ver, cuentan que decía, si corre el boca a boca, y van saliendo más trabajos.
Todo un duro trabajo, como ya queda dicho, que tenían que desempeñar muchas mujeres cacereñas, a fin de poder llevar un dinero extra a la casa y así, de este modo, intentar salir adelante del mejor modo posible. A pesar, claro es, de las penalidades, los avatares, las adversidades climatológicas y, asimismo, la propia severidad del trabajo.
Un día, sin embargo, en el correr del año 2004, el Ayuntamiento de Cáceres, en un gesto de sensibilidad, levantó una estatua a las lavanderas cacereñas. Y bien merecida, por cierto. Para que nunca jamás las olvidemos. Una estatua, obra de Antonio Fernández Domínguez, con el rostro curtido de dureza y de facciones cruzadas de una vida dura en extremo.
La estatua se alza en un lugar emblemático. En lo que representaba, entonces, el inicio de la carretera del Casar de Cáceres, enfrente de la Plaza de Toros. donde llegaban a primeras horas de la mañana piconeros, meloneros, dulceros, con jumentos cargados de mercancías para patearse, literalmente hablando, las calles de Cáceres, desde primeras horas de la mañana, y regresar cuando los serones quedaban vacíos y se llevaban unas perrillas para casa. Un lugar que hoy ya es conocido en el callejero cacereño como Avenida de las Lavanderas. Lo que supone y representa todo un homenaje de sensibilidad, de respeto y de la más profunda admiración a unas mujeres que tan solo merecen, por su labor del día a día, el calificativo de heroicas, admirables, sacrificadas, esforzadas, resistentes y, sobre todo, duras, ante los avatares y adversidades que, por circunstancias, les deparó la vida.
Avatares y adversidades a los que ellas, con un amor propio y un coraje digno de la mayor admiración y respeto en la historia de Cáceres se merecen toda la gratitud de sus padres, de sus esposos, de sus hijos y de todo el vecindario.
Hace ya veintiseis años, en 1989, se recuperó su Fiesta, con la quema del Pelele como acto central, con que se enciende el cohete anunciador de los Carnavales. El Pelele es un muñeco fabricado con ropas viejas que se encuentran rellenas de paja y que representa la simbología del mes de febrero, que no era para nada del gusto de las lavanderas, debido a la variante climatología, y que les impedía realizar su trabajo debidamente.
Una fiesta tradicional y entrañable que consigue un reencuentro con las raíces tradicionales de los cacereños al tiempo que se rinde homenaje a un más que duro trabajo como era el de las lavanderas.
El Febrero se conformaba como la fiesta las lavanderas cacereñas con un ritual en el que el desahogo de los problemas acumulados por las mismas era fundamental.
La tradición mandaba que el día grande las lavanderas lo iniciaban con un paseo al Pelele en burro, mientras corría el aguardiente y el típico y rico frite extremeño, al tiempo que el Pelele era quemado.
Y esta es la Jota de las Lavanderas, una canción muy popular en la ciudad de Cáceres, que cantaban las antiguas lavanderas, y en la que, tras la quema del Pelele, que es paseado en burro, canta Mansaborá:
ESTRIBILLO
Las lavanderas de Cáceres,
todas contentas están,
se han comido de merienda
una sardina con pan.
En el lavadero yo he visto lavar,
te he visto las ligas y eran colorás.
Y eran colorás, y eran colorás,
en el lavadero yo te he visto lavar.
ESTRIBILLO
Los calzones del señor,
a solear los tendieron.
Por mucho que los solean,
no se les quita el plumero.
En el lavadero yo he visto lavar.
ESTRIBILLO
Soy lavadera de raza
porque así lo quiso Dios.
Lavandera fue mi madre
y lavanderita soy yo.
ESTRIBILLO
Jabón le doy a la ropa,
jabón y buen restregón,
jabón que todo lo aclara,
jabón y venga jabón y jabón.
Asimismo es de señalar que el poeta placentino Vicente Neria, componía, allá por el año 1957, el siguiente poema titulado LAVANDERA:
Te ví al regreso de la brega dura
con tu cesto brutal a la cabeza;
resignada y humilde, en la pobreza
de tu existencia anónima y oscura.
A la luz del crepúsculo, insegura,
eras visión de trágica grandeza;
en tus ojos sin luz ,¡cuánta tristeza!
en tu pálida faz, ¡cuánta amargura!
En los momentos de tu hogar sin calma,
el gran Vesubio que arderá en tu alma
y que tu vida, destructor, agota,
será mi "yo acuso" que alzará tu seno
hacia ese mundo de injusticias lleno
que tu indigencia y tu dolor explota.
Por su parte el poeta cacereño Juan José Romero Montesino-Espartero, 1941, dentro de su amplio mapa poético, de fina sensibilidad, de señalada pulcritud, de gran sencillez Y delicadeza, siempre Cacereñeador, aún en la cruel y severa distancia migratoria, dedica este soneto de reconocimiento a la figura de Las Lavanderas Cacereñas y que recogemos como muestra antológica del agradecimiento eterno de la ciudad y las gentes de Cáceres a la figura heroica y siempre admirada de unas mujeres plenas de vitalidad, de amor propio, de esfuerzo, que se dejaban la vida y el alma entre los más duros menesteres.
He aquí, pues, los versos de Juan José Romero Montesino-Espartero en el soneto:
titulado LAVANDERAS CACEREÑAS.
Espadas matutinas blande el frío,
la luna ya traspuso el horizonte,
el sol asoma ya detrás del monte,
silenciosas caminan hacia el río.
En los cestos de mimbre, ropa sucia
que ha mandado lavar el “señorito”,
misterioso y silente escapa un grito
que en la prisión del alma les acucia.
Con el agua mojando sus rodillas
enjabonan y amasan los ropajes
que limpios tenderán sobre la hierba.
Una gélida brisa en sus mejillas,
que congela la luz y los paisajes,
acompaña en la vuelta más acerba.
Angel Ruiz Cano-Cort?s 00:12 21 febrero 2016