Enrique, Gabriel y Adolfo Romero Ruiz son una saga de hermanos que han pasado a la historia de Cáceres. Un hecho poco común.
(A Julita G. Parra, una cacereñeadora de lujo y que sabe de la ciudad todo y un poco más)
Retocar y revisar el archivo documental tiene sus emociones. Buenas y malas, que de todo hay en la viña del Señor.
Anoche, cuando la madrugada cerraba el paso a una tenue luz de luna, palpé mi archivo. Quizás, lo confieso, melancólicamente. Como con ganas de abrazar a gente amiga en el cruel adiós de los tiempos.
De repente, por un error, afortunado, pulsé una tecla. Y desperté de mi soledad noctámbulo-sentimental.
Así, entre la fugacidad del rayo que cabalga en el alma, se hizo la luz. Y la tecla del ordenador me llevó a una página que tiene mucha historia en la vida de Cáceres.
Miré un instante por la ventana. Y, afuera, solo se veía la noche cerrada de luz. Pulsé la tecla, forma instintiva. Y se hizo la luz, así, por las buenas, en el alma. ¡Ay!, exclamé.
Y aparecieron las imágenes de tres hermanos que dejaron su estela artístico-ciudadana impregnada en las páginas de la historia de la ciudad. Lo cual, para no engañarnos, no suele resultar demasiado común.
Enrique, Gabriel y Adolfo Romero Ruiz conforman una saga de tres hermanos que han pasado a la historia de Cáceres. Un hecho poco común.
La saga Romero Ruiz es, se conforma y está considerada como una de esas señaladas y preclaras fenomenologías que existen y se configuran en el inmenso arbolado de las páginas de la historia más reciente de Cáceres.
Y es que, sencillamente, Enrique, Gabriel y Adolfo, tres cacereñeadoressublimes,tres legendarios cacereños, por su sabiduría histórico-social, ciudadana y callejera, pasaron a formar parte de las glorias eternas de Cáceres. Todo, pues, un honor de señalados considerandos.
Tres hermanos que hicieron de su sensibilidad, de su altura de miras, de su inquietud, humana, cultural, recreativa, participativa y social, un esquema de hondura en el trasiego de sus andanzas e inquietudes.
Tres figuras de oro y de luz, de cacereñeo profundo y sublime, de ese saber pasear por las callejuelas y plazoletas entre adioses de amistad, saludos de cordialidad, animación de cacereñismo.
Y, en el recuerdo de tanta identidad con la ciudad eterna, o sea, Cáceres, me he deslizado por el valle de los pálpitos de la amistad con los tres. Aún a pesar de las diferencias en las edades. Pero coincidiendo, claro es, en lo que podríamos denominar como corrimiento generacional.
Enrique Romero Ruiz, 1927-1978, fue un personaje bohemio, que, desde su inmensa cultura navegó con los jardines migratorios alemanes, allá por los años sesenta, cuando un millón y pico largo de extremeños se fueron casi para no volver. Se fue con la maleta de la ilusión de la juventud. Claro. Quería correr mundo. Y lo hizo, que quede constancia, como me contara un día, con el billete de vuelta.
Lo que no fue óbice para que en sus trasiegos y andanzas por los derroteros de su transitar por la vida , fuera, primero y ante todo, escritor, humanista, poeta de dulzura cultural de amor vitalista por sus ideales. Pero, al medio, con su marcha, y saborear los entresijos de cada cual, ejerció, porque no había más remedio, de empleado de banca, mientras emborronaba sueños de futuro y poemas que se estrellaban en sus soledades. Como fue, durante un tiempo, recepcionista de hoteles y las horas de insomnio las rellenaba con poemas de imágenes de su Cáceres de siempre aunque le nacieran en Badajoz.
Pasó un tiempo indescriptible entre la lucha del ardor juvenil y el transcurrir del tiempo. Allá, por el año 1953, quedaba publicado su primer libro. Un poemario titulado "Vientos". Hasta que el periódico extremeño "Hoy", acertadamente, lograra su ficha. Allí, en aquella redacción de la calle Gómez Becerra, Antonio J. González-Conejero, siempre bonachón en su gigantesca humanidad periodística, amiga y comprometida por hacer cada día más y mejor periodismo, entonces director del periódico, siempre y Manuel García Carmona, responsable de la delegación de Cáceres, le encargaron lo que quisiera, pero que llenara las páginas, eso sí, de hondura y de culto en el pulso de la actualidad diaria cacereña. Todo un reto que aceptó.
Una responsabilidad que asumió con su elegancia interior y su porte bohemio, del que hay, lógico, miles de testimonios. Y día a día, durante años, Enrique Romero se hizo, imprescindible en el panorama periodístico, mientras cada jornada, también, de mañana, de tarde, de noche, de madrugada, escribía, pensaba, soñaba, con, de, por y para Cáceres. Como queda constancia en el archivo y en la hemeroteca del periódico y desde cuya atalaya titulada "La hora en blanco", como en entrevistas, en propuestas, en sugerencias, de todo tipo y condición, ponía siempre, en primer lugar, y con mayúsculas, la palabra Cáceres.
Enrique, admirado amigo, cómo me tiembla el pulso recordando aquel primer día que me acerqué con extrema timidez a tu despacho, en el que no parabas, de parte de don Valeriano. A la sazón, mi padre. Yo te entregué, ¿recuerdas? una muy modesta cuartillita de papel cebolla llena, solo, de palabras. Me dijiste "Juan, mama y ama siempre el periodismo". Y a los tres o cuatro días, cuando llegó el periódico a casa, leí aquel artículo semitemblando de emoción. Lo guardé, pero el oro en paño de la vida lo diluyó como un papel perdido. No importa. Quedaba tu elogio sin palabras. Esto es, su publicación.
Escritor de pluma fina y acertada, curiosa y aventurera, elegante y de temple, experta y lúcida, irónica y mordaz, siempre delicada.
Mientras, en algunos ratos libres, que nadie se explicaba de dónde sacaba los mismos, escribía en la Hispano-Olivetti familiar a todas horas, de forma insaciable y batalladora. Robaba horas al sueño pero las dejaba, afortunadamente, en las letras, en el culto a Cáceres, en su murmullo interior de tanto conocimiento, de tanto saber y sabor, de tanta inquietud. Y de esos espacios y tiempos iban fluyendo novelas. Por ejemplo, "Juan Tarugo". Impresionante. El enfrentamiento de dos familias en un pueblo extremeño, que le publicó la Editorial Esquina Viva.
Y más y más novelas mientras la suerte, para su lanzamiento definitivo, le rozaba la linde de su vena, como cuando fue finalista del Primer Premio Cáceres de Novela Corta o del Premio de Novela del Ateneo de Valladolid.
Otras novelas en el haber de su pulso, de su ímpetu, de su prolífica vena literaria: "El pan nuestro", 1976, "Epitafio para un emigrante", "Las bendiciones de don Sixto", "Jacinto o el altar del diablo", "El nombre de los pájaros"...
Un día, sin embargo, cuando se encontraba en la plenitud creativa, con el arco iris de las esperanzas literarias ensimismadas en su inmenso proyecto, cuando tan solo contaba cincuenta y un años de vida se le cruzó, de repente, entre las aguas onubenses de la playa de la Antilla, el rayo del adiós. Cáceres tembló, palabra de honor, cuando su temprana desaparición.
Gabriel Romero Ruiz, 1930-1972. De casta del hermano mayor le viene al galgo. Poeta de jazmines y de profunda filosofía humana, soñador vocacional de la vida en su apuesta por la misma, cacereño de recio sabor en su trayectoria, una voz de oro en las ondas de aquellos estudios de Radio Cáceres "La Voz de Extremadura", que recorrían todos los hogares con su profundidad y rigor...
Dio sus primeros pasos en el panorama de las inquietudes culturales de la mano de Enrique Romero Ruiz, con quien, además de compartir trayectoria fraternal, compartió creaciones, como aquella obra teatral que titularon "Las Brujas".
Declamador de relieve, comprometido con el pulso de la ciudad de Cáceres, no paraba, tal cual su hermano Enrique, tratando de aportar su granito de arena, como señalara con toda humildad, por esta tierra cacereña.
Gabriel Romero Ruiz fue otro insigne cacereñador. Ayer, hoy y siempre. Y se personaba, a todas horas, en cualquier parte. Gabriel era la inquietud social, cultural, humana y humanista. Un portento, diría la voz popular de la ciudad en su cariño ciudadano a la trayectoria y el buen y bien hacer, mejor, sublime, de Gabriel Romero.
Participaba en todos los actos culturales. Transmitía, desde su impresionante voz, las emociones, los sentires, las preocupaciones, los anhelos, las emociones, los sueños, el esquema de futuro de sus gentes. Transmitía desde esos micrófonos, años ha, solidaridad. Como sus compañeros, ay, Cayetano Polo, conocido como Polito, y Fernando, perdón, don Fernando García Morales. ¡Vaya un trío de ases al frente del compromiso radiofónico informativo de entonces, con Cáceres.
Fue miembro de la Coral Municipal, con categoría de solista, miembro del Grupo de Coros y Danzas de la Sección Femenina, formó parte, en esta vocación y arte, de un quinteto que llegó a denominarse "Los Trovadores" y escribió una obra de teatro titulada "La Corona de 14 estrellas". Gabriel era, pues, mucho Gabriel porque, como un día me señalara, le dolían, le impresionaban, le emocionaban y le estimulaban hasta lo más alto tres palabras. Compromiso por Cáceres.
A fe, pues, que lo consiguió. En pleno disfrute de sus inquietudes y de sus pasiones, repleto de versos, de poemas, de canciones, de sudores y nuevos senderos, por y para Cáceres, con tan solo cuarenta y dos años, dijo adiós.
Un adiós conmovedor. Tanto que por la ciudad y la provincia corrieron ríos de lamento y de pesar al trabajo, a la responsabilidad, a la decisión emprendedora y maestra, siempre, de Gabriel.
Y a cuya tempana muerte ese maestro del periodismo español, llamado Tico Medina, de relieve de prestigio, con decenas y decenas de premios en la cumbre de su altura periodística, con quien el autor de este artículo tuvo el honor de colaborar en el programa diario de Radio Nacional de España, titulado "Cinco mil cuatrocientos segundos", iniciaba su artículo diario en el periódico ABC, correspondiente al 31 de enero de 1973, del siguiente tenor:
"Lo había escrito Gabriel. Gabriel Romero, antes de que la muerte le golpeara la vida entera, tan duramente. Lo había escrito Gabriel, con aquella mano grande, abierta, sobre el pecho.
"Quiero llenar mi corazón de tierra,
de tierra de secano, sin malicia,
quiero llenar la boca y la palabra,
de tórtolas, de surcos, de encinas".
"Ahora, cuando vuelvo a Cáceres, me dicen que Gabriel ha muerto. Gabriel Romero. Han puesto su nombre en la esquina de una calle y le van a reunir en un libro los versos que escribió tan duramente. Gabriel era Cáceres, yo lo juro desde Guadalupe".
"Y no encuentro el vocablo que me ayude --tengo el alma tan llena de utopía-- secano, analfabeto, olvido y hambre...".
Hasta aquí Gabriel, el verdadero".
Adolfo Romero Ruiz, 1936-2010, fue tan artista como sus hermanos Enrique y Gabriel. Artista de delicada finura, pintor y dibujante genial, se diría que de una intensidad emocional y espiritual tan honda como las raíces de la estirpe en la que se crió.
Cuadros, pinturas y dibujos que llenan ahora las paredes de muchos domicilios, de muchos bares y cafeterías, cuajados de rincones de Cáceres con el latido vibrante, sencillo, firme, pero de pulso intelectual y decidido, con sus elegantes trazos.
Buena gente, compañero, como se suele decir en el Cáceres de siempre, con el corazón en la mano, tan vitalista como ambos dos, Enrique y Gabriel, cacereñeador de siempre y de altura, de sencillez urbana en el ámbito de la sociedad y de la ciudadanía, por cuyos ramales se abría como se abren las calles y las plazoletas.
Fue el director de la rondalla del Grupo de Coros y Danzas de la Sección Femenina, en aquel grupo con Pepi Suárez, Leocadio Bernáldez, Concepción Gutiérrez, Ana María Sevilla, Vidal Sánchez Corrochano y tantos. Y un servidor.
Fito era una persona de gran versaitlidad, de fino humor, siempre con la sonrisa en la boca, con la atención con todos, como buen cacereñador.
Un día, camino de Portugal, para actuar, si no me equivoco en Viana do Castelo, me dijo ya muy cerca en la frontera hispano-lusa:
-- Guti: ¿A que no hay lo que hay que tener para que los guardias portugueses te traduzcan un piropo al portugués y lo sueltes en la actuación?
Fito se había olvidado de la historia. Guti, o sea yo, hablé con el guardia da fronteira. Cuando la actuación, en la plaza portuguesa, y durante la interpretación de la Jota del Candil, típica de la localidad cacereña de Alcuéscar, en la que se detiene la música durante su interpretación y los mozos lanzan piropos a las chicas, dije al llegar a mi turno:-- Vocè e como o pinheiroverde acima tem o copo, vocè é como o doce que derrete na boca.
(Eres como el pino verde que arriba tiene la copa, eres como el caramelo que se deshace en la boca).
Los espectadores lusos se partían de risa. Pienso, ahora, tras algunos años del mismo, que más por el chapuceo de mi portugués que por el contenido del piropo. Y, mientras, Fito, mi querido Fito, siempre con sus gafas oscuras, pespunteaba las cuerdas de la bandurria tronchado, literalmente hablando, de risa.
Ahora, ay, en este momento de emoción, con las puertas de los adioses abiertas, y por cuya oquedad entran los venerables sosiegos del recuerdo de la memoria, mi palabra de Respeto, de Admiración, de Cariño, de Lealtad, para la saga Romero Ruiz.
Gracias, de verdad, amigos Enrique, Gabriel y Adolfo. Compañeros del alma, compañeros, que diría Miguel Hernández.
Desde hace largo tiempo Cáceres cuenta con una calle, de gran nostalgia en el inmenso poema de la amistad, de las anécdotas, de las historias sobre los aconteceres de la ciudad que lleva el rótulo de Hermanos Ruiz.
Fotografía: Paco Mangut.
Angel Ruiz Cano-Cort?s 23:21 27 noviembre 2015