Más, aún, en el silencio de mi propio interior, como si llegara. como cada día, la hora de la reflexión, con uno mismo. Que es, cuentan, donde radica la verdad personal. Es decir, el momento en que uno habla consigo mismo.
Me escuece de pasión, qué contradicción, pasión profunda, bella, honda, quisiera pensar que eterna, el pasear caminando por Cáceres como me escuece el canto y el llanto en el jardín en soledad, como el parpadeo por la lagrimilla que me hace ver, de forma borrosa, tantas imágenes...
La Plaza de Santa María, el Palacio de los Golfines de Abajo y esquinado y abrazado para siempre a la Plaza de San Jorge, la esbeltez de la iglesia de la Preciosa Sangre, el escondido Rincón de la Monja en el puzle laberíntico del Casco Histórico-Monumental, la majestuosidad, diría que sublime, del Convento de San Pablo, envuelto entre dulces cánticos de las monjas de la clausura clarisa, la empinada y sugerente Cuesta de la Compañía, la estrecha cuesta de la Calle Ancha, el largo sendero del Adarve, el juego de callejuelas y plazoletas que se retuercen en el diseño, siempre mágico, de una ciudad impresionantemente sugerente. Y, claro es, esbelta, siempre mirando y alzándose hacia los cielos. Tanto entre paseos, ya cotidianos, de viandantes cacereños, como de admirados turistas que no paran de sorprenderse de la magia, el misterio y el hechizo que abarca la Ciudad Medieval.
Un Casco Histórico-Artístico, que hace años, ya quedados afortunadamente en el olvido, se conocía como la Ciudad Antigua o Vieja. Ciudad, ahora, llamada Medieval, ay, de tantas andaduras y trasiegos de siempre.
Más allá el volar incansable y elegante de la cigüeña, que forma parte del decorado de la Ciudad histórica, o la alocada bandada de vencejos y golondrinas, la presencia continua de los quicas, el silencio de los cielos cacereños pintarrajeados, con frecuencia, de azul claro, la panorámica desde la Plazuela de las Veletas con el Santuario de la Montaña allí arriba, envuelto entre paisajes de campos verdes y rocas grises y ocres, los recovecos del encanto de una Ciudad de la historia silueteada y esmaltada en arte, las ideas y venidas y los trasiegos de unos y otros, el sentido medieval del Casco Histórico-Monumental... Entre paseos de reflexión y flashes de cámaras fotográficas.
Unos se embelesan de las historias de la historia de Cáceres, o, lo que es lo mismo, de la historia de las historias de Cáceres, otros besan los pies de San Pedro de Alcántara, que desde 1954 recibe cientos, miles de peticiones de ayudas e intermediación, otros sueltan adjetivos de admiración y de sorpresa, de hermosura...
Reflexiono mientras camino Cáceres por su recorrido intramuros. Quizás sin mayor destino que aquel al que me dirigen mis pasos. Pero se me exalta de eternidad la mirada hacia lo más alto del cielo...
Ya puede corretear con toda la fuerza del mundo el agua de la lluvia invernal por sus plazoletas, ya puede deslumbrar el sol estival en las espadañas o en las piedras graníticas de las paredes de sus casonas palaciegas y nobiliarias, esculpirse la silueta del tañido de la campana, incansable en su melodía, pregonando su eco a los cuatro vientos por los rincones de las callejuelas, o correr con vehemencia ardorosa mi propia sangre por su empedrado. Allá por donde transcurre la historia de la judería, el tránsito de la morisma, la conquista de la cristiandad.
Y, de repente, mientras escucho el palpito de mi corazón, me he quedado estático, con una respiración inmensamente contenida. Acaso, tal vez, por la intensidad del ritmo de mis pensamientos que van a desembocar a la mar de los suspiros, de las secuencias del paso implacable del tiempo... Como si dijéramos adiós a cada segundo y que, en el fondo, es lo que hacemos con el segundo que acaba de quedar atrás.
¡Quizás, qué contradicción, pasos vacíos y perdidos en un mundillo de inercias! Pero, eso sí, clavados y crucificados en un recorrido acaso sin destino, caminando, extrañamente, desde la quietud. Esto es, sin avanzar por los caminos de Cáceres.
Un día, verás, aprendí a mamar el amor por ti, Cáceres. Lecciones de amor que quedaron grabadas a sangre y fuego. No ya en mi piel, no. En mi corazón, en mis adentros, en mi alma. Y, ahora, tras el examen de conciencia, tras la reflexión, no me importaría convertirme en una estatuilla mínima, insignificante, y albergarme, tan solo, en el mejinal, en la oquedad del nido de una privilegiada chova de las que habitan intramuros de la Ciudad Medieval, y adormilarme.
Lo haría con sosiego, con calma, con relajo. Al tiempo, con mucha melancolía y con unas cataratas de melancolía. Quizás, dejándome llevar por el caudal de miles de imágenes, de esas de siempre, de las que todos albergamos en lo más profundo de nuestro alma, mientras suenan los alegres acordes de la Marcha Radetzky. Sí, la que compuso Johan Strauss, como si fuera el final de un Concierto de Año Nuevo, con los acordes de la Orquesta Sinfónica de Viena, como ya es tradicional en la historia, o, acaso, con la mágica placidez para escuchar aquella composición sublime del maestro gaditano Joaquín Rodrigo titulada "Noche en los Jardínes de España", mientras repiquetea y salta el sentido de lo sublime por todas y cada una de las piedras y de los palmos del espacio del Casco Histórico-Monumental de Cáceres.
Sería lo menos que se merece. Tras la admiración de la Ciudad Medieval, una vez más, dormitar, plácidamente, en el nido de una chova, a golpe de historia, de campanas, de palacios, de ermitas, de casonas nobiliarias, de museos, con sabor a unas aventuras y a unas épocas verdaderamente apasionante en el curso de la vida de Cáceres para llegar hasta hoy. Y, de paso, retomar fuerzas para seguir saboreando, segundo a segundo, el placer incansable de la devoción del rosario sobrecogedor de hondura que representa y significa la Ciudad Medieval de Cáceres.
NOTA: La fotografía de la Plaza de Santa María está captada de la página web del Ayuntamiento de Cáceres.
Francisco Rivero 16:50 26 octubre 2015