Extremadura está a punto de perder un nuevo tren. Esta vez el ferrocarril Madrid-Lisboa, que un día de 1881 pusieron en marcha el rey Alfonso XII y Luis I de Portugal con la ciudad adornada de guirnaldas, de flores, de banderas, de sones de himnos oficiales y con un extraordinario ímpetu festivo. Aunque lloviera tanto que la corrida de toros, celebrada con tal ocasión, en un mano a mano entre los diestros Frascuelo y Angel Pastor, tuviera que suspenderse a mitad del festejo.
Ahora, ciento treinta y cuatro años después de aquel brillante acto, en el que hubo Te Deum en la iglesia de Santa María, misa, bendición de locomotoras, iluminación nocturna de carácter extraordinario y fuegos artificiales, las firmes desavenencias políticas, que todo lo puede, sorprendentemente, en plena era de la cultura del diálogo, tal como acaban de pedir los ciudadanos en las urnas, parece que dejan al tren sin fluido eléctrico para continuar su andadura.
Un dilema histórico que duele en lo más hondo de Extremadura, y donde tanto trabajo cuesta conseguir logros que podrían imprimir una bocanada de aire fresco en la conciencia moral política y ciudadana, a tan solo cuatro meses para la celebración de las elecciones generales y en las que tanto se juega el país, como, probablemente, todos sepamos.
Un tren que cambia su recorrido por tierras salmantinas de Castilla-León, lo que, en honor a la verdad, en el trayecto físico entre Lisboa y Madrid parece carecer de sentido, salvo que quieran primarse conceptos ajenos a la lógica, al sentido común y a las vías más cercanas de la realidad geográfica. Y que reza que el camino más corto entre dos puntos es la línea recta, salvo que se demuestre lo contrario.
El tren Madrid-Lisboa ya a estas alturas se encuentra herido de extrema gravedad. Lo que nadie puede entender más allá de los despachos políticos y en los que da la impresión que, en ocasiones, imperan los cortocircuitos de las distancias, de los pulsos y de las diferencias ideológicas. Lo que, en pleno siglo XXI, parece demasiado fuerte para la ciudadanía de a pie.
Y que traducido al castellano puro, duro y claro el personal de la calle no entiende. Como no entiende, por ejemplo, que el municipio de Guadalupe, donde se asienta la Virgen Morena, patrona de Extremadura, pertenezca, religiosamente hablando, a la diócesis de Toledo. Cosas veredes.
Y mientras se alzan voces de protesta contra tamaña decisión de los expertos y técnicos ferroviarios, sobre los que imperan los criterios políticos, no parece si no evidente, que, una vez más, subyace un pulso extremo en las pésimas relaciones que, desde siempre, desde principios del proceso democrático, pasada la era UCD, han mantenido, históricamente hablando, el PSOE y el PP de Extremadura. Más aún en función de qué partido esté al frente el gobierno de la nación. Lo que cuesta mucho trabajo admitir desde el sentido común y la racionalidad en beneficio del progreso, del servicio a la ciudadanía y de la transparencia pública.
Pero esta decisión nos parece tan injusta como desacertada. Y de la suficiente gravedad e importancia como para que desde esta Tribuna pidamos el máximo respeto a todos cuantos tengan una mínima responsabilidad en tamañas decisiones porque Extremadura, que ya padeció una dramática sangría migratoria entre los años cincuenta y ochenta de la pasada centuria, no sufra ni padezca más agravios de tamaño calibre y que supone un duro golpe para las expectativas regionales y cuyas infraestructuras, sobre todo en tipología mercantil, comercial, económica y social pueden sentirse severamente afectadas.
¿Cómo no se les habrá ocurrido a las mentes pensantes llevar la línea férrea Madrid-Lisboa por Galicia, por ejemplo, o por Andalucía?
Recordemos, como curiosidad final, que al final de la cena en el brindis, Su Majestad el Rey Alfonso XII, dijo: "¡Brindo por la ciudad de Cáceres!". Y como quiera que Cáceres aún era Villa, su alcalde, a la sazón don LesmesValhondo tuvo el valor, el gesto y el coraje de levantarse a continuación y agradecer a Su Majestad la concesión del título de ciudad desde ese momento. Lo que se corroboraría tan solo unos meses después.
De esto hace ya la friolera de ciento treinta y cuatro años.