La semana pasada hacíamos alusión, y se ha venido repitiendo durante estos días, a tragedias pasadas. Nos refieren el hecho de que esta pandemia no es algo original en el devenir de la Historia. Se nos han mostrado algunos ejemplos demoledores y para los que la solución fue igualmente dura o tremenda: la peste negra de 1348, las epidemias que mataron a miles de indígenas al contacto con los colonizadores, la falsamente denominada gripe española de 1917 o más recientemente el ébola, el dengue, la gripe A o el SARS.
En todos estos casos el carácter de sufrimiento, la dificultad para soportarlo, hicieron que fuese ríspida la actitud de todos los involucrados. Dureza, en definitiva, que como se está demostrando, indica esa capacidad del ser humano de lucha por un objetivo común cuando tiene claro que el individualismo no le va a poder salvar.
Por esa razón estamos atravesando por los momentos en los que valoramos lo que teníamos cuando se pierde. Recuerdo, a modo de anécdota, las lamentaciones que tuve cuando hace unos meses me fracturé un brazo, lo cual me ha ocasionado una serie de limitaciones para desarrollar mi vida habitual.
Ahora nos pasa con el deseo de contacto, de comunicación social… precisamente en una época en la que criticamos el ensimismamiento de las generaciones más jóvenes ( y ampliable cada vez más al resto) pendientes más de una pantalla, lo que hemos dado en convenir como vida digital, que de la vida real.
Es necesario, por lo tanto, valorar lo que tenemos y perdemos. Ya lo recuperaremos, pero esa obsesión por volver, ese impulso arrebatado de recordar lo que éramos, nos tiene que servir para cambiar nuestro sentido de la vida. No nos merecemos hacer tabla rasa dentro de unos meses como si esto no hubiese sucedido nunca. Tenemos que apelar a la Memoria para hacernos, de nuevo, fuertes en nuestras posiciones.
He leído al filósofo Víctor Bermúdez una sentencia que comparto y parafraseo: aprenderemos que quizás el tiempo al que ahora llamamos perdido, no es éste, si no buena parte del anterior.