Por cuestiones de trabajo me suelo rodear de gente que habla mucho. Discutimos, opinamos, discrepamos… En ocasiones, coincidimos, y todo se reduce a aumentar y reforzar argumentos.
Pero otras veces, el tono se eleva, algunos se ponen nerviosos, se crispan… y lo que es peor, escenifican con extraordinaria desmesura el estar fuera de sí.
No suele ser muy popular el tono moderado. Los entornos impulsan a la provocación. El “dales caña” parece ser la justificación de un éxito asegurado.
Sin embargo, a la hora de la verdad, lo que queda, lo que se valora, lo que trasciende, es el tener razón. O razones.
Saber ceder. Saber rectificar. Saber reconocer que te puedes equivocar. Del mismo modo, hay que tender a aceptar que los avances, difícilmente se producen tras un proceso individual. Son el fruto de esfuerzos compartidos y valga la redundancia colectivos.
Un conocido me decía una mañana, que los auténticos líderes se rodeaban de los mejores, con el objetivo de poder convertirse un día en uno de ellos.
Cuesta aceptar esta aseveración, si damos una vuelta a muchos de los equipos. Es habitual pensar que al que “manda” no se le rechista. Que más vale pasar desapercibido. Que las críticas provocan asperezas y desencuentros.
Tenemos una cultura donde aceptar que te pueden corregir no es positivo. Cierto es, que tampoco tiene patente de veracidad aquél que presume de ser un “pepito grillo”. De provocar por hacer ostentación de la diferencia.
Lo difícil es averiguar si las propuestas se hacen con afán constructivo. Si se hacen para debilitar. O si por el contrario, se realizan, pero pierden su efectividad al no ser aceptadas, por la sencilla evidencia de que no contribuyen a mejorar el estado de la cuestión.
Volviendo al tema de origen, hay personas que enervan con el único propósito de hacerse notar. Hagámosles invisibles.