Se llegaba al instante tremendo, que tantas veces hemos escuchado, de percibir cómo la existencia se vaciaba, precisamente en aquellos contextos donde había plenitud de posibilidades materiales para desarrollarse.
La sensación evanescente en la que todo se esfuma. Todo desaparece. Nada permanece, la tenemos, día a día, cuando no reflexionamos. Cuando no pausamos. Cuando no interiorizamos las decisiones.
En la vida pública se producen frecuentemente comportamientos bipolares. Excrecencias dialécticas de las que luego nos arrepentimos. Como solemos decir de manera coloquial: “prontos”.
Por eso, imbuidos de una civilización donde se prima la inmediatez, es el momento de reivindicar la profundización. La lectura serena y tranquila de los acontecimientos. El combate del esfuerzo por convencer al adversario que, únicamente, se gana cuando eres capaz de demostrar que no es la sonoridad de unos aplausos, o el estilo soez de tu forma de expresar, la que levanta los ánimos, sino, la certeza de la bondad de tus argumentos. Con más o menos silencio.
Ahora, con el comienzo del otoño, nos entran las prisas por llevar a cabo, sin dilación, los objetivos anuales. Despreciemos la luz de lo instantáneo y recorramos los vericuetos de las subidas y las bajadas, de los aciertos y los errores, del caminar cuatro pasos aunque retrocedas dos.
Aprendamos a escuchar más allá de nuestras propias voces. En los otros está la sabiduría. Corramos con pasión, una y otra vez. No dejemos nada al albur del triunfo de lo esporádico. Busquemos consolidar el progreso.