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Callar y el hablar

10 abril 2014

Son dos polos de vida. Los dos están en las antípodas. Y los dos son asumibles, razonables, naturales, convenientes. Hay dos tiempos: para callar y para hablar. No se puede decir que el callar sea más apetecible y más razonable que el hablar.

Son dos polos de vida. Los dos están en las antípodas. Y los dos son asumibles, razonables, naturales, convenientes. Hay dos tiempos: para callar y para hablar. No se puede decir que el callar sea más apetecible y más razonable que el hablar. Y viceversa. Ambas situaciones anímicas están sometidas a momentos más favorables para cada uno de ellas.

El callar, en muchas ocasiones, de es de sabios y señal de toda prudencia, muy saludable cuando las circunstancias así lo mandan. Y el hablar se hace imperioso cuando hay intereses razonables y justas que así lo susciten y lo impongan, porque, de lo contrario, pueden suceder cosas que tengan mala solución o puedan generar consecuencias poco envidiables.

Calla el cartujo horas y horas al día, sometido a ciertas normas del cenobio, y habla y habla el charlatán de feria tratando de vender sus productos, que, a lo peor puede ser que se trate de meter gato por liebre; pero es su “modus vivendi”, y no tiene otra salida que hablar de manera inacabable, hasta vender la mercancía. Como le acontece al fraile que sus normas así se lo indican y señalan.

Se han dicho muchas cosas favorables con respecto al callar, considerando tal actitud como algo que puede ser de gran prudencia, en muchos instantes de la vida, como se puede corroborar por los muchos ejemplos que se pueden aducir. Dice Cervantes que contra encallar no hay castigos ni respuestas. Y Noel Clarasó: “No pierdas tan buenas ocasiones de callar, como a diario te ofrecerá la vida”. Y la frase castiza, tan española: “En boca cerrada no entran moscas”.

Y es que el callar a tiempo nos evita muchos contratiempos, valga la redundancia, y nos libra de caer en algo que no hubiéramos deseado, porque puede ser que al no hacerlo, tengamos sorpresas desagradables. Porque saber callar a tiempo es más difícil que hablar en todo momento, sin qué ni para qué. Un callar a tiempo, es algo que nos redime de ser verdaderos charlatanes, que no dicen más que fruslerías, pero el caso es mantener la palabra, porque así parece que somos más inteligentes y brillantes. Y no es verdad. Se cae demasiado en la charalatanería. Una forma de no decir nada de provecho.

Esto lo dice muy bien el poeta hindú Tagore: “Y ese que habla tanto está completamente hueco: ya sabes que el cántaro vacío es el que más suena”.Y es verdad. Hay muchas sentencias, todas ellas adversas para los charlatanes, para esos que sólo quieren ser el centro de la conversación, porque, piensan que, sin ellos, no hay nada que decir; hasta ahí llega su sandez y su miopía.

El charlatán, en un primer momento, gusta y agrada, pero no transcurre mucho tiempo en que se le vean las costuras; por lo que son muchos los que huyen de los tales para verse libres de su palabrería insostenible y pesada. El charlatán, al principio, deslumbra y hasta seduce, porque su verborrea, en los primeros momentos, es atrayente; pero no tardará en demostrar que mucho de lo que habla es repetitivo y hueco, sin sustancia y poco aprovechable para una buena conversación, llena de sensatez y sentido común.

Otra cosa es el buen conversador, que habla cuando lo debe hacer, que sabe dialogar cediendo la palabra, de manera educada y cortés, y no la toma hasta que, de forma coherente, cree que ya le toca su turno. De esta manera no hay que nadie que se haga con el monopolio de la charla, y todo puede discurrir de manera satisfactoria para todos.

Es verdad que a lo que acabamos de decir siempre se puede argüir que habla más el que posee las dotes para poder brillar más, que aquél que se mueve con los medios más simples de cultura y solvencia social; es verdad que más habla el que está más informado, o el que tiene un mayor carisma para encandilar al resto de los tertulianos. Pero siendo esto verdad, se ha de exigir a tal personaje que se dé cuenta de que no sólo puede ser él el protagonista de la reunión, sino que todos deben tener la oportunidad de poner sobre el tapete sus puntos de vista. Ya sabemos que el tímido siempre será más proclive a callar que a hablar, y el más extravertido le cuesta menos el manifestar sus opiniones.

Por otra parte, es preciso quedar sentado que no es fácil saber dónde está el equilibrio para darnos cuenta de cómo el callar puede ser una fuente de bienes, y hablar, todo lo contrario. El proverbio bíblico llegará a proclamar que quien guarda su boca y su lengua, guarda su alma de angustia. Lo que no quiere decir, obviamente, que el sabio, por ejemplo, ha de estar callado y de forma hermética guardar sus sabios consejos y sus muchas informaciones que pueden hacer mucho bien a la comunidad.

Al mismo tiempo, no faltan los que tienen como un principio de oro el expresar que nunca nos arrepentimos de haber callado, y sí de haber hablado. Yo pienso, no obstante, que en el medio está la virtud como afirmaba Aristóteles, pues siempre los extremos se tocan.

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