Pensaba yo qué escribir hoy para este digital (que ha acogido mis columnas de forma muy favorable y receptiva), cuando repasando mis notas y apuntes varios, me paré ante esta palabra, poco repetida y menos reflexionada: La adulación. O la lisonja y el elogio. Aunque tales expresiones han sido sustituidas en el argot doméstico por otras, como “dar coba”, “dar jabón” “hacer la pelota”, “reír las gracias” de alguien, al menor pretexto, etc. etc. Aunque todas vienen a significar lo mismo.
Se trata de una expresión que, ya de por sí, supone algo típico y especial en la vida, pero, generalmente, poco explicitado y realizado con sólo alguna frecuencia, ya que la adulación se suele hacer de forma casi indirecta, no de forma abierta y franca, por ese cierto pudor que suele dar. Por supuesto, antes de nada, es preciso decir que adular sin causa justificada, viene a ser algo mezquino e improcedente. Pero,¡ojo!, que a todos nos gusta, paradójicamente, que nos adulen. Que nos bailen el agua, que nos pongan caras agradables, que nos digan cosas bonitas, que somos altos y rubios, buenas personas, inteligentes y los primeros en todo. Por eso afirmaba Jenofonte: “La alabanza es el más dulce de los sonidos”. Pero a esta posición se enfrenta lo que escribe Séneca: “Prefiero molestar con la verdad que complacer con adulaciones”. Serie de dichos que remata el gran Shakespeare, de esta manera tan sutil: “No hay quien sea enteramente inaccesible a la adulación, porque el hombre mismo que manifiesta aborrecerla, en alabándole de esto es adulado con placer suyo”.
La adulación, en términos generales, viene a ser un caramelo y una moneda a cambio. Y es que, el que adula, algo espera del adulado. A no ser que, una madre, por ejemplo, le dedique los mejores halagos a su hijo, tras haber logrado unas notas brillantes en los exámenes. O el profesor, públicamente, no tenga reparos en hacer elogios del alumno brillante que, por su trabajo y dedicación escolares, ha alcanzado altas notas en el último examen. O el que, tras haber salvado una vida con peligro de ahogarse en un río, alguien, de forma valiente y generosa, se ha lanzado al agua para rescatarlo. Respuestas naturales todas ellas, porque se trata de gestos y testimonios ejemplares que siempre valdrán para que sean imitados en otros momentos de la vida..
Pero otra cosa es que la adulación se haga de forma inesperada y sin tener razones para ello, como no sea a costa de inconfesables motivos que nos pueden sonrojar. Causa sonrojo el funcionario que, sin razones aparentes, le dedica, un día sí y el otro también, elogios desmedidos a su jefe, esperando que le suba el sueldo, o le traslade a un puesto de trabajo mejor pagado o más cómodo laboralmente.
Otra cosa es que, cuando llega la ocasión, no haya inconveniente en propiciar elogios a personas que, por su comportamiento, su “curriculum” y sus actuaciones en la vida profesional, a la hora, v.g.: de jubilarse, caigan sobre ellas toda clase de enaltecimientos, parabienes, ditirambos y otras zalemas. Porque es el momento adecuado de tales efusiones. O si se trata del fallecimiento de alguien que, por lo general, sus defectos se nos olvidan y sólo tenemos memoria para sus valores y virtudes.
Se han dicho las cosas más duras sobre la adulación, como la de Napoleón: “Quien sabe adular, sabe calumniar”.Otros aseguran que es como una moneda que empobrece al que la recibe, o los que manifiestan que los aduladores se parecen a los amigos como los lobos a los perros. Duras expresiones que habrían de conocerlas los que suelen caer en este vicio deplorable, puesto que sólo es prudente utilizar la alabanza en ocasiones especiales y que vengan como anillo al dedo; pero nunca forzar las cosas, porque, enseguida, se manifiestan claramente la impostura y las segundas intenciones.
Es cierto que esas palabras agradables que nos dicen en momentos bajos de reflejos, en alguna depresión que tanto abunda en estos tiempos, o ante situaciones complejas que en ocasiones nos sobrevienen, la podamos recibir incluso con agradecimiento, porque la necesitamos, no para engreírnos sino para tratar de fortalecer nuestro ánimo, decaído y destrozado. Pero nunca abusar de tales efusiones, porque entonces se puede caer en el vicio adulador sin causa suficiente para ponerla en acción.
No faltan, por otra parte, los que piensan, torcidamente por supuesto, que son sus enemigos quienes no son sus aduladores, cayendo en el vicio de considerarlos como envidiosos, al no exteriorizar sus admiraciones por lo que acaban de hacer, o han realizado en alguna ocasión determinada. Hay otro registro de posibles adulaciones, que está por ver. Nos referimos a que, si lo que dice el adulador cara a cara, lo dice igual detrás. Entonces sí se podría aventurar que es sincera tal persona poniendo de relieve cualidades y prendas en una y otra ocasión de una tercera.
Por lo tanto malo es que necesitemos de la adulación, del parabién constante, del elogio desmedido, sin causa suficiente que los justifiquen, porque caeríamos en un vicio feo y poco digno de practicarlo, ya que lo que hacen el hombre y la mujer, lo realizan no para que los glorifiquen, sino como un deber y una obligación de todos, pues todos, sin excepción, estamos condenados a hacer las cosas bien, en los puestos más diversos que la vida nos haya ubicado.
El deber cumplido, la obligación satisfecha, las dedicaciones atendidas, son las mayores alabanzas que podamos recibir, las mejores satisfacciones que podamos tener, los más altos parabienes que nos pueden alegrar la vida. Porque, al fin y al cabo, el hombre inserto en una sociedad, ha de colaborar al bien común; lo que será cumplido si se entrega a sus quehaceres, a su oficio y a su profesión, en camaradería con otros compañeros, o en cualquier lugar que la vida lo haya puesto, con alegría, con entusiasmo y voluntad inequívocos. De esta manera, sobra toda adulación, toda lisonja, a veces falsas, que buscan lograr contraprestaciones. De este modo, nuestro trabajo honrado será coraza ante interesadas actuaciones que sólo buscan logros poco claros y honestos. Y sobre todo, si pensáramos lo que escribió Chesterton: “La función esencial de la adulación es alabar a las personas por las cualidades que no tienen”.
Mucho se ha abusado de la adulación, sobre todo en esos parámetros donde la cortesía se convierte en cortesanía, en que los cortesanos adulan a los reyes y altos jerarcas por un quítame allá esas pajas, por las cosas más nimias. O, en general, cuando se espera imperiosamente que nos den capellanías, puestos donde medrar y vivir mejor, o algunas prebendas que nos saquen de momentos difíciles económicamente. Por otra parte, se ha de señalar también que la adulación puede dar pingües beneficios, pero también puede conllevar un “boomerang” en contrario, al esclarecerse las falsas intenciones de aquélla.