Rasgos biográficos.
Nace Manuel Azaña en Alcalá de Henares en 1880, en una familia de la burguesía liberal. Su progenitor, Esteban Azaña Catarinéu, notario de profesión, pertenecía a una conocida familia de dicha localidad y su madre, Josefa Díaz Gallo-Muguruza, era ama de casa; ésta fallecería a los 34 años en 1889, y su padre sólo meses después, a los 40 años, por lo que tuvo que hacerse cargo de Manuel (tenía tres hermanos más: Gregorio, Carlos y Josefina) su abuela materna, Catalina. Estudia en el Colegio Complutense, San Justo y Pastor, hasta el bachillerato, y posteriormente, con 13 años, y por decisión de aquélla, cursa estudios superiores de Derecho, en el Real Colegio de Estudios Superiores, María Cristina, de El Escorial, regido por padres agustinos, debiéndose examinar por libre en la Universidad de Zaragoza. Tras los tres primeros cursos, sufrió una crisis religiosa por lo que prosiguió su formación universitaria en casa.
El 3 de julio de 1898, en la Universidad de Zaragoza pasó el examen de grado de Licenciatura, en Derecho, con sobresaliente. Tenía 18 años. Dos años más tarde, se doctoraba con la tesis La responsabilidad de las multitudes. Seguidamente, se colocó de pasante con el abogado, Luis Díaz Cobeña, en cuyo bufete coincidió con el que, pasados los años, sería presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora. De esta experiencia no habló bien, ya que se “aburría mucho y no sacaba ningún partido de aquello”.
Empezaría a frecuentar cafés, tertulias y ambientes periodísticos, siendo su primera incursión la revista “Brisas del Henares”, a la vez que visitaba exposiciones de Julio Romero, Gutiérrez Solana, Vázquez Díaz, y escultores como Victorio Macho y otros, sin dejar de hacer buenas amistades, como las de Valle Inclán, el dr.Marañón, o el pintor Juan Echevarría. Hacia finales de 1900, ingresaba en el Ateneo de Madrid, y al año siguiente, colaboraba también en la revista”Gente Vieja”, con el seudónimo Salvador Rodrigo.
No le fue bien en mencionado bufete, por lo que se convertiría en empresario de un negocio de electricidad (Central Eléctrica Complutense), de una finca, de una fábrica de ladrillos y otra de jabón, todas ellas terminadas en quiebra. En 1910 se había presentado a unas oposiciones de auxiliares, en el cuerpo de Letrados de la Dirección General de Registros y el Notariado, del Ministerio de Gracia y Justicia, que aprobó con el número 1 de su promoción (Tras diversos ascensos, dentro del escalafón, llegaría a ser nombrado, en 1929, Oficial Jefe de Sección de Segunda Clase del Cuerpo Técnico de Letrados del Ministerio de Gracia y Justicia.
Enseguida mostraría al público sus dotes de orador, como, cuando en febrero de 1911, en la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares, pronunció un discurso, titulado “El problema español”. Se ha dicho que, en aquella ocasión, había nacido “uno de los oradores más brillantes de la España de su siglo”.Por entonces, solicitaba una beca a la Junta de Ampliación de Estudios, para seguir unos cursos de Derecho Civil en París, de cuya ciudad quedaría prendado por su mundo intelectual y moderno, en un país laico y liberal, desde la que enviaba artículos a “La Correspondencia de España”.Tiempo que aprovecharía para visitar iglesias y monumentos, asistencia a mítines y conferencias. Ya en Madrid, entró a formar parte de la junta directiva del Ateneo, de Madrid, como secretario primero (en cuyo cargo permaneció hasta 1920, accediendo a la presidencia, años después). Por esas fechas entabló una gran amistad con Cipriano de Rivas Cherif.
Comenzaba sus escarceos políticos con un grupo de intelectuales dirigidos por Ortega y Gasset, junto a López de Ayala, Marañón y Américo Castro. Ingresaba, en 1913, en el Partido Reformista de Melquiades Álvarez, y empezaba a colaborar en los diarios “El Sol” y “El Imparcial”, para pasar, más tarde, a dirigir un par de revistas: “La Pluma y “España”(prestigiosa publicación creada por Ortega), que tendrán poco éxito, pero que no fue óbice para que famosos escritores del país colaboraran en ella. Fue, además, colaborador de los diarios “El Fígaro” y “El Imparcial”, en los que publicó sus crónicas, desde Francia, a donde volvió a viajar en 1916, donde, con un grupo de intelectuales, visitaría los frentes de guerra, Al año siguiente, viaja a Italia, junto a Unamumo, Américo Castro y Santiago Rusiñol para visitar, igualmente, las ciudades sumidas en dicha guerra mundial. A su regreso, en 1918, inició un ciclo de conferencias en el Ateneo sobre “La política militar de la República Francesa”.
Tuvo poca suerte como candidato a diputado en citado Partido Reformista, de Melquiades Álvarez, en el que, por dos veces, fracasó, lo que le hizo pensar si abandonar la política y optar sólo por la literatura, ya como articulista o como escritor de libros, según le confesó a su amigo Cipriano Rivas. Al fin, rompía con Álvarez, al considerar que éste no había hecho nada para que la Monarquía se reformase, y sí había dado luz verde a la Dictadura de Primo de Rivera. Como es natural, continuaba con su trabajo de funcionario, que incluía la asistencia periódica fuera de Madrid, a tribunales de oposiciones para el cuerpo de notarios, “una casta que el político alcalaíno odiaba especialmente”.
Tras numerosos gobiernos, tuvo que asistir al golpe de Estado de general Primo de Rivera, en septiembre de 1923, con la anuencia de Alfonso XIII, para tratar-se decía- de poner un poco de orden en la marcha política del país, que, por otra parte, la nueva situación sería muy bien acogida por amplios sectores de la sociedad, incluso con nombramientos de personajes de la izquierda que llegaron a ostentar altos puestos en el nuevo establishment, como Largo Caballero, que ocupó el puesto de Consejero de Estado. Sobre la dictadura militar Azaña escribió aceradas reflexiones, diciendo que todo había “fallado y no hay disculpa posible: no es disculpa la fuerza, porque no es obligatorio ser Rey.
En el trance de someterse, o abdicar, lo decoroso es dejar la corona en el suelo y no pasársela a un militar sublevado”. Y es que Azaña siempre dudó de que la irrupción de Primo fuera algo positivo para España poniendo orden y concierto, y propiciando prosperidad y bienestar. Pues si el golpe fue una acción quirúrgica destinada a sajar el cáncer de la vieja política, también era la prueba palmaria de la voluntad de la Corona de liquidar las Cortes, cuando iban a hacerse intérpretes de la opinión pública. Mientras, el ambiente era de total de dictadura, a la que, “casi todo el mundo” se había adaptado, por lo que no dejaba de hacer una dura crítica desde el diario Europe, especialmente a los militares, y concretamente a Primo de Rivera.
Así las cosas, esperó a ver si su Partido Reformista condenaba tal acción, que consideraba como una de las más graves de esta época política. Pero Melquiades Álvarez, todavía presidente del Congreso, no lo hizo, lo que le decidió a romper con él. Se iniciaba para Azaña una situación donde ya no podía escribir en las revistas, España y en La Pluma, aunque seguiría escribiendo artículos en otros medios, lo que le reportó que la Dictadura le concediera el Premio Nacional de Literatura, por un estudio crítico sobre su obra La vida de Juan Valera.
Ya tenía 44 años y debía decidirse por su nuevo rumbo político. Su Apelación a la República sería como el germen del nuevo grupo político, constituido en 1925, con el nombre de “Acción Republicana o Grupo de Acción Política”, que consideraba como la única solución, en estos momentos de ruptura, del normal cauce político de los partidos tradicionales. Pues piensa que la Monarquía es igual a absolutismo, no cabiendo más democracia que la de una República. Acción Republicana, que luego, en unión de José Giral y algunos más, se convertiría, en 1929, en Alianza Republicana, definida como un “partido de izquierda”, que no consideraba antagónicos a aquellos otros partidos con ideales político-sociales más avanzados, siempre que admitieran las instituciones democráticas.
En 1927, publicó su novela de carácter autobiográfico, El jardín de los frailes, muy celebrada, aunque no faltaron los críticos diciendo que era propia “de narradores narcisistas, sin imaginación fabuladora, que critica a los agustinos que intentaron enseñarle como ellos sabían hacerlo”. Poco antes de terminar la guerra civil editó la Velada de Benicarló, como una especie de resumen de su pensamiento político, con honda interiorización sobre España y la República. Sin dejar de citar sus Diarios, con sustanciosas anotaciones personales, cuya lectura alertaba al lector de cuanto supuso este hombre para la política del momento y de qué fibra estaba hecho. En este año se casaba con Dolores Rivas Cherif, hermana de su amigo Cipriano, el 27 de febrero de 1929, en la madrileña iglesia de San Jerónimo el Real. Mientras tanto, Primo de Rivera, fracasado, deberá entregar el poder, instalándose en París, donde muere en soledad, al cabo de unos meses.
El llamado “Pacto de San Sebastián” sellaba la unión de todos ellos (Azaña, Lerroux, Domingo, Albornoz, Galarza, Alcalá Zamora, Maura, Casares, Matías Mallol, Sánchez Román, Eduardo Ortega y Gasset, Indalecio Prieto…), y se convertía en la rampa de lanzamiento para oponerse a la Monarquía. Así las cosas, a los dirigentes de dicha Alianza (Azaña, Lerroux. Marcelino Domingo, Giral, Ángel Galarza, Álvaro de Albornoz, etc.) se unieron Alcalá Zamora y Miguel Maura, nuevos convertidos a las filas de la que iba a ser la II República.
Todos ellos se disponían a derrumbar la Monarquía, a la vez que surgía la sublevación de Jaca, que el Gobierno aplasta y fusila a Fermín Galán, al tiempo que tenía lugar la sublevación del general Queipo de Llano más el comandante Franco, en el aeródromo de Cuatro Vientos, que fue abortada. Los integrantes del Pacto de San Sebastián, varios de ellos huidos al extranjero, y otros detenidos, tuvieron la vista de la causa, el 13 de marzo de 1931, siendo condenados a seis meses, con libertad condicional inmediata. Mientras tanto, en febrero de 1931, Marañón, Ortega y Pérez de Ayala, abanderaron la “Agrupación al Servicio a la República”.
Elecciones municipales el 12 de abril de 1931, en que ganan la coalición republicano-socialista, en las capitales y principales poblaciones. Sería nombrado primer presidente del gobierno Provisional de la República, Niceto Alcalá Zamora, con Manuel Azaña, como ministro de la Guerra, considerados sus conocimientos sobre temas militares. Pero, tras la jornada del 14 de octubre de dicho año (una vez celebradas las elecciones generales a Cortes Constituyentes, el 28 de junio), asumiría la jefatura del Ejecutivo, por la dimisión de Niceto Alcalá, católico practicante, disconforme con la ley de congregaciones religiosas, que se acababan de debatir en las Cortes. La Constitución fue aprobada por las Cortes el 9 de diciembre de 1931. A partir de entonces, es cuando Azaña acometerá las reformas, del primer bienio republicano, tras largos años de anquilosamiento conservador, bajo una monarquía obsoleta e inoperante.
Cuando John Gunther, en 1932, le pregunta sobre su posición política, le responde que no se veía como republicano, sino como demócrata, e “intelectual”, por el medio cultural en que se había movido, y un “burgués”, por el medio social del que procedía. Es el año en que Azaña reduce la rebelión del general Sanjurjo, estallada en la noche del 9 al 10 de agosto en Madrid. Fracasado el golpe, aquí y en Sevilla, el gobierno se vería rodeado del entusiasmo popular, pero cerraba algunos periódicos: “ABC”, “El siglo futuro”, “Informaciones”, “Acción Española”, “El Observador de Sevilla” y “El Pensamiento astorgano”. Con todo, este año, de 1932, fue el momento de mayor plenitud político-social. De ahí que escribiera Josep Pla: “Este año de 1932, se habrá caracterizado, en el panorama de la política española, por la eclosión, en términos excepcionalmente brillantes, del mito Azaña, como un gran estadista y por la decadencia de ese mito”.
Luego vino el affaire de Casas Viejas, con la cabaña del carbonero Seisdedos, y los “tiros a la barriga”, expresión -se decía- que había sido proferida por el mismo presidente del Consejo. Muertes de campesinos y guardias civiles. El asunto saltaba al Parlamento, donde hubo duros enfrentamientos entre el gobierno y la oposición, con el cese del director general de Seguridad y el capitán Rojas; éste, que ordenó la matanza, sería condenado a 21 años de cárcel. Como la situación de cerco a la gestión gubermental no cesaba por parte de las derechas, Azaña se vio obligado a expresar ante la Cámara: “Se me ha cuajado lo que en estos últimos tiempos venía fraguándose en el ánimo: la resolución es de acabar”. Azaña presentaba una moción de confianza, ante el presidente de la República, en una sesión muy acalorada. Pero los radicales no votaron, por lo que se daba por muerto al gobierno. Las Cortes recibirían la pertinenete comunicación, firmada el 8 de septiembre de 1933.
A pesar de todo, Azaña alcanzó momentos políticos de gran brillantez y eficacia, como cuando, desde el golpe de 10 de agosto de 1932, la multitud rodeó al gobierno con su entusiasmo, pues se iban arreglando los asuntos del país e impulsados los debates sobre la reforma agraria y del Estatuto de Autonomía, hasta conseguir rendir a la prensa más contraria a sus políticas. Por eso pensaba que “había contribuido, modestamente, a hacer de España un pueblo mejor”. Tan optimista llegó a sentirse, que se aplicó a la tarea de construir el Gran Madrid, con el que soñaba desde sus años mozos, y cuyas líneas de crecimiento encontraron en su ministro, Indalecio Prieto, el impulso necesario para su primera ejecución.
Así las cosas, Azaña iría a Cataluña a decirles a los catalanes “que no había reyes que pudieran declararle la guerra, y proclamó el triunfo de la revolución, mientras gritaba “¡Viva España!”, en la plaza de Sant Jaume. Su defensa del Estatuto de Cataluña, desde la tribuna parlamentaria figura como una de las mejores piezas oratorias de Azaña, pero que irritó a sus opositores. El Estatuto quedó aprobado el 9 de septiembre de 1932 por 314 votos a favor, contra 24 contrarios.
Nuevas elecciones, el 1 de noviembre de 1933, en que la izquierda acudió muy dividida, mientras las derechas se aglutinaron alrededor de la CEDA, de José María Gil Robles. Acción Republicana, de Manuel Azaña, pasaría de 28 escaños a 5 diputados. Había sonado la hora de Lerroux, aunque aquél había hecho un llamamiento a los socialistas con el fin de alcanzar una unión general pactada. Hasta las monjas habían acudido a votar con la papeleta en la mano. Por su parte, el ex presidente del Gobierno se dedicó a crear un nuevo partido, denominado Izquierda Republicana, que se integró con los socialistas de Marcelino Domingo y la ORGA, de Casares Quiroga.
En 1934, en que estallaba la rebelión en Asturias y Cataluña, Azañá fue detenido, y, acusado de participar en la revuelta de la Generalidad, fue confinado, unos meses, en tres buques de la Armada (el buque “Ciudad de Cádiz”, y los destructores “Alcalá Galiano” y “Sánchez Barcáiztegui”); pero su causa fue sobreseída. Durante estos años, se dedicó a dar numerosos mítines, todos ellos multitudinarios, como el que diera en el Campo de Comillas (Madrid), al que acudieron 300.000 personas, y en el campo del Mestalla (Valencia). Mientras tanto, proponía reformas urgentes en la industria, en el Parlamento, en la Marina y la Aviación, amén de postular una República“libre de corrupción y de concupiscencia”, además de “democrática y laica, popular y renovadora, honesta y fuerte”.
Santos Juliá escribe: “Ya tenemos a ese hombre con su emoción política cuestas, a este Quijote con su quijotismo a cuestas. ¿A dónde va? Pues al encuentro con la muchedumbre, para comunicarle su emoción, lograr que la comparta y conseguir que ponga en movimiento los alientos para todos los vuelos (…). Pero lo más revelador de su pensamiento íntimo, cuando ha abandonado el gobierno y se propone recuperarlo por medio de las urnas, es este tipo de relación entre el político y el pueblo, directo, por la palabra, en encuentros cara a cara, que no pueden ser más que discursos en campo abierto, de los que espera despertar energías dormidas y mover de nuevo los espíritus a la acción (…). Por eso dirá: Es difícil resistirse a la verdad y a la razón y a la emoción que uno pone en ciertas cosas”. Aunque para lograr tales objetivos, añadía algo de gran impacto emocional: Y con qué medios se alcanzará todo esto? Y se responde: “Pues con casi ninguno”. No tiene más que la “palabra en lo que tenga de comunicativa; “quijotismo mayor no cabe”-dirá-, pues ni siquiera “celada de cartón, ni caballo flaco lleva este Quijote”. Por eso, para él piensa que, a lo peor, la esencia del quijotismo “no sea el amor a la justicia, sino el afán de conquistar eterno nombre y fama”.
El ambiente estaba enrarecido, por lo que Martínez Barrio, Sánchez Román y Azaña, propondrían , en el verano de 1934, la formación de un gobierno de “salvación nacional” que debía gobernar con las Cortes cerradas, o con plenos poderes: “una especie de régimen de excepción o de dictadura republicana”; pero Alcalá Zamora se negó a la apertura de una crisis de gobierno. Ante las habladurías de si éste dimitía de su cargo, Largo Caballero estaba dispuesto a ir a la “revolución con todas las consecuencias”. Mas Azaña paró tales pujos, invitando a todos a pensar el futuro con la máxima prudencia, mientras se reconsideraba el método para reconquistar el poder, inclinándose por una unión de los socialistas con Izquierda Republicana. Y si no descartada la “revolución”, no la aconseja.
Nuevo gobierno, esta vez de Samper, que cesa enseguida. Así las cosas, se formaba otro gobierno de Lerroux, con tres ministros de la CEDA. Y se hace la revolución con un gobierno de la Generalitat, bajo el nombre de “República General Española, y el Estado Catalán dentro de ella”. A resultas de ello, Azaña era detenido, pero no tenía nada que ver con el golpe de Estado, de Companys, aunque fue invitado a ello. Preso en los barcos ya mencionados, recibiría grandes adhesiones. Mientras tanto, sus adversarios le acusaban de ladrón y concusionario, y atribuyéndosele extravíos degradantes. Otros lo consideraban como la “encarnación de odio frío”, de “vida infrahumana”, y de “cinismo del peor estilo”, un “oscuro funcionario enloquecido de soberbia y amoratado de rencor en su manía persecutoria”, de “fría crueldad”, de “monstruo”. Ramiro de Meztu lo consideró como “al Antipatria”.
A este alud de denuestos, le responderán sus partidarios, con los más altos calificativos tomándolo como símbolo de honradez ideológica, caballero de honestidad y de “grandeza mental”. Por ello, Azaña se siente ilegalmente detenido e ignora de qué se le acusa. Aunque, al final, el proceso será sobreseído. Posteriormente, lo acusaron de haber tomado parte en la revolución de Asturias, lo que sería una pompa de jabón que se desinfló. De este modo, se iba convirtiendo en la “personificación de la República”, siendo para muchos la misma cosa. Por eso, Araquistain titula su editorial en el “Leviatán”: “El mito Azaña”, diciendo que no había en toda Europa un político capaz de que, casi millón de personas, se reúnan para oírle y, además, paguen la entrada. De esto deducía que era urgente encauzar tales multitudes, cuya fuerza implicaba pactar entre los responsables políticos, aunque siempre bajo la Constitución.
Mientras tanto, la amistad con Prieto se hacía cada vez más estrecha, pero Largo Caballero seguía obstruyendo tales objetivos de consenso. Por entonces, salía publicada su obra Mi rebelión en Barcelona, muy celebrada por Francisco Ayala, y el Partido Radical empezaba a dar síntomas de corrupción y a debilitarse, mientras que Gil Robles esperaba el momento de acceder al gobierno, para su actuación contrarreformista, devolviendo a la Iglesia las “posiciones pedidas”, y transformar a la República en un régimen “autoritario y corporativo”.
Caído el gobierno de Lerroux por lo del estraperlo, Chapaprieta formó otro, sin radicales, pero éste dimitió, por lo aparecía la oportunidad de Gil Robles para llegar al poder. No obstante, Alcalá Zamora bloqueó su acceso, porque nunca había hecho una “explícita declaración de plena adhesión al régimen”. Rumores de golpe de Estado. Gobierno de Portela Valladares, con independientes y liberal-democratas. Ante la imposibilidad de gobernar, Alcalá Zamora firmó el decreto de disolución de las Cortes y encargó a Portela la tarea de organizar nuevas elecciones. Se forman colaboraciones y los partidos tratan de entenderse ante situación tan cerrada. Una de ellas fue la del “Frente Popular”, con su programa de amnistía para los represaliados de octubre de 1934. Serían unas elecciones limpias, en un país con instituciones democráticas, en las que el Frente Popular planteó un programa moderado, con amnistía, vuelta a las reformas y a las soluciones políticas.
Éste ganaba las elecciones, en febrero de 1936, en cuyo gobierno, principalmente de republicanos (nueve ministro, de Izquierda Republicana y tres de Unión Republicana.) fue total la influencia de nuestro personaje. Portela Valladares dimitía y Azaña se hacía cargo del gobierno, quien iniciaba su labor aplicando el programa electoral, en el que se iba a democratizar el ejército, aprobar la amnistía, restablecer el orden y aplicar la ley. Pudo evitarse un levantamiento militar ante las elecciones ganadas por las izquierdas, alentado por jefes como Franco, que llegaron a presionar a Alcalá y a Portela para que anulara el nuevo statu quo. De todas formas, se imponía la moderación por el gobierno formado el 19 de dicho mes, que promovió medidas pacificadoras y el estado de alarma durante unos meses, así como se encarcelaba a los dirigentes de Falange Española. Tensión en la calle, choque entre policías y guardias civiles. Quema de iglesias, motines y asesinatos, con unos patronos obligados a readmitir obreros e indemnizaciones. La CEDA se radicalizó, con saludos y uniformes fascistas, dándose el deslizamiento de la derecha accidentalista hacia posiciones de la derecha subversiva, monárquica o fascista, lo que no hizo que el PSOE reforzara el gobierno republicano.
Tras estos hechos, Azaña era llamado por Alcalá Zamora para que formara gobierno, y Martínez Barrio, fue nombrado presidente del las Cortes. Pero las discusiones de las actas parlamentarias, junto al malestar de gran parte de los parlamentarios por las últimas gestiones de Alcalá, se llegaría a la destitución de éste como Presidente de la República, y en la elección de uno nuevo, tras elecciones: Manuel Azaña. Pero su nuevo cargo lo convertiría en un personaje sin capacidad de acción, metido en su jaula de oro. Azaña, vestido de frac, y con gran palidez en su rostro, prometió su alto cargo el 11 de mayo.
A la hora de nombrar presidente del Consejo, Largo Caballero se opuso a que, en el nuevo gobierno, entrasen los socialistas, y fuese constituido sólo por republicanos, siendo designado Casares Quiroga. Poco duró su mandato, pues había tenido lugar un golpe de Estado, dimitiendo. Lo que desembocaba en los intentos de Martínez Barrio de convencer a Cabanellas y a Mola, para un gobierno de concentración nacional, que declinarían la oferta. José Giral fue nombrado presidente, formando un gobierno de republicanos, dispuesto a dar órdenes de repartir armas.
Iniciada la guerra iniciada, y ya con la certeza de que ni Francia ni Inglaterra venderían armas, Azaña se convencía de que sola la República no podía ganar la contienda. “¡Nos dejan solos!”, le dijo a Corpus Barga. Y tuvo veleidades de dimitir. Giral, nuevo presidente del Gobierno, dimite y es nombrado Largo Caballero. Ahí, y ahora, estaba ya la contienda bañando de sangre y destrucción los campos y las ciudades de España, que iba a durar cerca de tres años. Y Azaña exclamaría Azaña: “¡Esto no, esto no! Me asquea la sangre, estoy hasta el cuello, nos ahogará a todos”. Al tiempo que profería su más enérgica condena y profundo desprecio por los sublevados contra un régimen democrático; aunque también descalificó, duramente, a unos revolucionarios que impedían la consolidación de la República, con todas sus libertades.
I.- CONTROVERTIDA PERSONALIDAD POLÍTICA.
Cuando sobreviene la República, Azaña, que tenía 50 años, ya era una personalidad prestigiosa, como dirigente público y como escritor. Cometió errores, pero realizó una obra llena de aciertos. Fue ejecutor de hechos desafortunados, y tuvo directa responsabilidad en otros eventos, discutibles. Discurrió su vida política entre hagiógrafos y feroces adversarios, que lo sacralizaron a la vez que lo vapulearon de forma inmisericorde.
De cabeza macrocéfala, empotrada sobre sus hombros, ojos saltones y labios carnosos, abultada papada y algunas verrugas en su cara (el pueblo llano lo llamaría “el Verrugas”), más una acentuada miopía que corregía con gafas de aros redondos. El que siempre se sintiera madrileño, “castellano de carácter”, era, como apunta uno de sus biógrafos, Miguel Ángel Villena, sobrio, austero, cabal, ceremonioso, discreto y un punto triste. Y no poco nostálgico e introspectivo que él mismo condenaba. E indolente y poco constante, en ocasiones, por lo que necesitaba que lo estimularan.
El general Mola, Joaquín Arrarás y otros lo fustigaron destacando sus defectos, sin que faltaran corrosivos panfletos en su contra, procedentes de la derecha más virulenta. “Su apariencia, dirá Elie Richard, del Paris-Soir, es a la vez de intelectual y de hombre de acción”.”Se creyó siempre - dice Alejandro Villamón- el primero de la clase, el más listo de todos, y, como estimaba que la sociedad no le había reconocido el talento inmenso que tenía, dentro de aquella cabeza, igualmente grande, represó un profundo resentimiento contra casi todo el mundo”.
Y sigue con sus dicterios: “Azaña demostró ser, más que un soberbio engreído, un irresponsable peligroso. Desdeñaba a los demás, tenía mala opinión de cuantos trataba o conocía, como se recoge en sus “Diarios”; apenas tuvo amigo, pisaba callos por donde pasaba, y, al revés del rey Midas, arruinaba o destrozaba aquello donde posaba su mano: los negocios personales, la revista que fundó con su cuñado, la concordia entre republicanos, el Ejército, la Iglesia, la libertad, la República y la Patria”. “Parlamentario brillante -sigue diciendo-, leído, culto, pero intérprete tendencioso y manipulador de la Historia, se hizo temer por su estilo mordaz, corrosivo, altanero, y por eso mismo se hizo odiar”. Alejandro Lerroux, expresa: “Es un alma ensombrecida por no sé qué decepciones primarias, por no sé qué fracasos iniciales que le mantienen en guardia perpetua contra el prójimo”
Aunque otros, como Santos Juliá, en su biografía Vida y tiempo de Manuel Azaña (1880-1940) escribe páginas llenas de rigor, aunque, generalmente, exalta su figura. Mas otros, asando por alto sus defectos, le han dedicado excelsos elogios; hasta el mismo Franco no tiene ni una página escrita contra él, llegando a decir que era “el más inteligente”, entre sus correligionarios. Aunque es cierto que Azaña no era un politiquillo de tres al cuarto, afirma alguno, pero tampoco el “San Miguel Bueno” que ensalzan papanatas. Indalecio Prieto señala: “Del señor Azaña se dice que es duro, rígido, violento, inexorable y hasta cruel. Es exactamente lo contrario. Tanto que la máscara de hosquedad del señor Azaña es la pantalla con que disimula un temperamento de hombre débil y bondadoso”.
El periodista, Pablo Suero, escribe acerca de su supuesta homosexualidad: “Su carácter retraído, su indudable complejo de feo, cierta timidez sexual y sus amistades de muy estrecha camaradería, con algunos hombres, en especial con su amigo y cuñado, llevaron a la derecha de su época, con personajes como Gil Robles y otros propagandistas católicos, a difundir la idea de que el símbolo de la República era un marica. En un país, abrumadoramente machista y en ambientes tan reaccionarios y homófonos como los militares, aquella calumnia, nunca demostrada ni probada, se fue abriendo un camino que las décadas del franquismo y su terrible odio hacia Azaña fueran ensanchando” El periodista Miguel Ángel Villena, sostiene: “Azaña tenía ciertas tendencias depresivas y con una actitud más cerebral que pasional ante el mundo. Mucho más reflexivo que hombre de acción; reformista, liberal y afrancesado; republicano hasta la médula,y en modo alguno revolucionario; perezoso y dubitativo, portentoso orador y notable ensayista, el político de Alcalá representó como nadie las angustias, las esperanzas y los temores de unas clases medias urbanas que confiaron en que la República modernizaría y democratizaría el país.”
No obstante, hay algo en que todos los historiadores se ponen de acuerdo, a la hora de valorar sus cualidades de escritor; uno de ellos, Ricardo de la Cierva, escribe: “Tenía una prosa incisiva, muy bien cortada, perfecta de sintaxis, privada de afectación, certera en las descripciones, que con frecuencia resultan muy evocadoras. Escribe tan bien que convence, fácilmente, a un lector sin conocimientos históricos serios, y le convierte, como ha ocurrido con el caso Aznar, en un adicto y hasta en un fanático…”
Por lo que respecta a su oratoria, admirada por muchos, no faltará quien diga que no era brillante, si se hace referencia a los grandes oradores de fines del siglo XIX, o al modo de Alcalá Zamora, de hueca retórica; pero, de todas formas, su palabra era precisa, prieta de contenido y esencial, de corte directo e incisivo, “con ropaje verbal mínimo para que brillase la idea”.Y que su impacto verbal, contundente y eficaz, convencía al oyente, mediante expresiones podadas de todo aparato retórico. Azaña nos dirá al respecto: Un gran orador –dice- es alguien capaz de captar la atención de su público, de tal manera que consigue en un acto, por su propia naturaleza irrepetible, la ‘fusión más completa’ con su auditorio.” Las virtudes de sus discursos, por tanto, constituyen su principal instrumento de acción, pues, según él, en política, “palabra y acción son la misma cosa, pues la palabra crea, dirige y gobierna”. Valle Inclán definió su discurso de Mestalla como “pieza admirable, porque une la energía a la cautela, sin detrimento de la emoción y el fervor”.
Como novelista, logró páginas de gran belleza y tersa expresión, sobre todo en sus obras: El Jardin de los Frailes y La Velada de Benicarló. En la primera nos habla de su época estudiantil, en el colegio de los frailes Agustinos de El Escorial; en la segunda, su pluma raya a gran altura, como corrobora La Cierva: “La velada de Benicarló -señala- es un extenso diálogo sobre la guerra de España, donde su calidad literaria es excelsa, y son definitivos su penetración acerca de los disparates y errores cometidos, y sobre la desunión del Frente Popular, en paz y en guerra, si tenemos en cuenta que habla el creador y jefe del Frente Popular. Y su retratos, apenas disimulados, de Prieto, Negrín y Ossorio, y otros políticos y militares, de la zona, son más bien caricaturas implacables, mientras su autorretrato rebosa comprensión absoluta hacia sí mismo, así como su explicable enfrentamiento a las tendencias separatistas de los nacionalistas catalanes y vascos”. Se ha de añadir que comenzó a escribir la novela, Fresdeval, que dejó inconclusa, y en la que evocaba su infancia en Alcalá.
Como escritor, de pluma bien cortada, integrado en el grupo de redactores de la revista “España”, recibió muchos parabienes, pero Unamuno le lanzaría este dardo: “era un escritor sin lectores, capaz de hacer una revolución para que le lean”. Fundó la “La Pluma”, de cuya revista fue director, y en la que colaboraron ilustres escritores de la época. Igualmente, le tentó el arte de Talía, estrenando, ya siendo jefe de gobierno, la obra La Corona, en diciembre de 1931, a cargo de la compañía de Margarita Xirgu, de la que fue director su amigo y cuñado, Cipriano de Rivas Cheriff; obra que dedicó a su mujer, Lola, hermana de éste. Fue escrita a apenas en tres semanas, con una relación amorosa como trama, aunque tardaría cerca de cuatro años en estrenarse. Finalmente, digamos que no fue un gran políglota, no obstante dominaba el inglés, el francés, y un poco de alemán, amén de haber traducido al novelista católico Chesterton, con el seudónimo de “Roberto Reyes”.
Una opinión más sobre él es la del informe realizado por el Servicio de Información y de Policía Militar, que entendió en su proceso, al final de la República: “Tenía un carácter seco, agrio, con dureza más aparente que efectiva. Hábil sofista, contundente polemista; enemigo rencoroso de la Iglesia, cuya anulación psíquica y física había buscado por todos los medios. Y se le consideró masón, pero, parece ser que nunca estuvo muy convencido de ello, a pesar de que buena parte del descrédito y de los insultos que la derecha le lanzó sobre él apuntaban a esta militancia”. “No fueron tan destructivas sus leyes militares”, seguía diciendo el informe, con su propósito de “triturar la autoridad moral de todos los mandos”, aunque el Ejército y la Religión fueron siempre objeto de su ironía mordaz, observación con la que no había disentido el párroco de Nuestra Señora de la Concepción, de Madrid, al emitir su informe sobre su antiguo feligrés, Manuel Azaña Díaz.
El párroco denunciaba que fue uno de los principales agentes y propulsores que, con sus “oscuras actuaciones, consiguió el cambio de régimen con todos sus horrores”. Finalizaba así: “Azaña creó tal estado social de crímenes que Dios, en su infinita misericordia, inspiró a nuestro ínclito caudillo la misión de salvar a España”. Por su parte, la derecha católica, militar y falangista declaró: “Era un pervertido sexual, un masón familiarizado con antros tenebrosos, un marxista disfrazado, un enemigo del Ejército y un rencoroso adversario de la Religión. A nadie le cabía duda -sigue diciendo dicho clérigo-de que “su rencor habían causado males sin cuento a la nación: la trituración del Ejército, la persecución de la Iglesia, el permanente estado de agitación y rebeldía, la disolución y el peligro inminente de destrucción de la Patria”.
Concluido el expediente, fue elevado al Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas de Madrid. Otros informes dieron la noticia del hallazgo de diversos objetos personales, depositados en un guardamueble, como una cuenta corriente en el Banco Hispano Americano, con un saldo disponible de 5.643,20 pesetas, otra en el Hipotecario, con un saldo de 47,70 pesetas y diversos bienes inmuebles-entre otros, dos gallineros y un horno-, en el término de Alcalá de Henares, de los que era copropietario, teniendo en total asignado un líquido imponible de 198,08 pesetas”.
Y en medio, el aserto del historiador Fernando García de Cortázar: “Este burgués e intelectual madrileño encarna mejor que nadie el espíritu republicano de 1931, audazmente reformista y enraizado en la larga tradición del arbitrismo español. Cometió errores, alguno de ellos enormes. Sufrió derrotas, algunas de ellas devastadoras. Pero su palabra trasladaba una bella utopía”. Por su parte, Manuel Veiga, profesor y político, recientemente fallecido, en un libro - Manuel Veiga. Un afán de transformación social- (2011), del que es autor el que esto escribe, dirá que Azaña es “el número uno en su santoral laico. Formidable polemista en el Congreso de los Diputados y un brillante escritor, como lo demuestran sus libros, de ágil y bella prosa. Pero sus libros no serían los más apropiados para los jóvenes de hoy, porque eran demasiado profundos, ya que era un sabio no sólo en conocimientos, sino también en el modo de interpretar las cosas”.
Otros tildarán a este arquetipo de republicanismo de izquierda, de los años treinta, de “soberbio e intratable” Y no faltan los que le acusan de maquinar contra Lerroux, para hacerse con el poder, cuando saltó el affaire del estraperlo. Pero la administración de justicia no pudo determinar responsabilidad legal alguna. En ocasiones, se le tildaba de blando y temeroso, aunque no es cierto, salvo perplejidades de alguna vez, pues se cuenta con muchos ejemplos en que actuaba de forma decidida; como, cuando en los sucesos de Castilblanco y Arnedo, la CNT, que declaró el comunismo libertario en la cuenca del Llobregat, respondió con “toda rapidez y la mayor violencia”; y estaba dispuesto a fusilar a “quien se cogiese con las armas en la mano”, para aplastar la rebelión de los mineros de Figols y de los obreros de Manresa. Es cierto que le producía preocupación las huelgas, pero resistía dignamente, aunque, cuando aquéllas se convertían en rebeliones, utilizaba el ejército. “Que nadie se engañe, decía: el respeto del gobierno a la ley no significa timidez, lenidad ni cobardía: la ley es inexorable e impasible, por lo que, cuando nosotros hacemos caer la espada de la ley sobre el culpable, no le preguntamos qué ideas profesa, sino ha infringido la ley o no.”
No obstante, cuando tuvo que reprimir algún hecho, lo tildarán de dictador, fascista y “déspota ilustrado”. Pero Azaña se consideraba un patriota de los pies a la cabeza: “Yo soy el español -decía- más tradicionalista que hay en la Península, de la tradición auténtica, la liberal y popular, no de la monstruosa digresión impuesta por la monarquía imperial y católica”. Y, por supuesto, aún a costa de haber sido demonizado como furibundo sectario, y de laicista incorregible y autoritario, no pocos lo tenían como un hombre de gran capacidad para negociar y alcanzar, por encima de desavenencias, enojos y agravios personales, los acuerdos políticos, imprescindibles para gobernar la República.
Junto a su condición de voraz lector, entusiasta visitante de museos y monumentos, consumado andarín y “muy apegado al rincón casero”, tenemos el juicio que hace de él, en 1962, uno de sus correligionarios más cualificados, Félix Gordón Ordax, nada sospechoso de hacer una semblanza sesgada e injusta.
Entre ferviente loa y demoledora crítica, dice lo que sigue sobre Azaña: “La admiración que tuve, desde sus primeros ensayos, para el estilista, aumentada después por sus dotes de orador, portentoso y original, no pude tenerla durante la efímera vida de la República para el hombre de Estado, que me pareció siempre vacilante, escéptico, apocado y falto de capacidad de acción; o sea, carente de las condiciones que yo creía indispensables en las horas iniciales del régimen republicano, para haberle hecho eficaz y realmente nuevo. Hablaba muy bien pero actuaba muy mal, y en un jefe de gobierno eso es inaceptable, porque el hacer y no el decir es la esencia de su oficio. Sin duda, por ello se encontraba en la tribuna del Parlamento, como el pez en el agua, dueño y señor de la atención y de las emociones. Con la palabra hacía juegos malabares, que entusiasmaban a su auditorio, y con las ideas, encubría a la perfección los brillantes sofismas a que le inclinaba su irreprimible temperamento literario. Pero hablar no es gobernar, lo recalco, aunque ayuda a gobernar. De la palabra hay que pasar a la acción, y Manuel Azaña no lo hacía, o lo hacía muy raras veces” .
El retrato duro y profundo, que hace Gordón Ordás de Azaña, es pieza excelente para escudriñar los entresijos de tan compleja personalidad, realizando una aguda radiografía, en la que se palpan las sinuosas fibras de tan controvertido estadista, mitificado por muchos y denostado por otros tantos, crucificado por encarnizados adversarios y elogiado hasta el paroxismo por los que lo idolatraron.
Continuaba así Gordón Rodax: “Ésta fue la gloria abrumadora de Azaña, pero fue también su enorme responsabilidad. Acabó por formarse entorno a él un mito fabuloso que yo procuré parar, dice, sin fuerzas suficiente para conseguirlo, ya que veía en el mito Azaña un peligro tremendo para la vida normal de la República…Salvando sus reformas militares, que todos aplaudimos, habría algo que objetar sobre la eficacia de las mismas, pues, ¿qué otra labor-se pregunta-realmente fructífera puede atribuirse a su labor de gobernante? Contra la opinión que todavía prevalece en el exilio, entre sus partidarios más fanáticos, he de afirmar que don Manuel Azaña fue, en la República, un gran fracasado. Tal es mi convicción, y creo que ése será el dictamen de la historia, al juzgar objetivamente al hombre público que tuvo en sus manos una de las más excepcionales oportunidades de haber intentado transformar sustancialmente la vida colectiva de su pueblo, y la dejó escapar diluida en pompas de jabón”.
Azaña era un buen gourmet, que intentaba cenar siempre con su mujer, Lola, y otros miembros de la familia. Su oronda figura avala tal afición, como lo representan todas las fotografías que tenemos de él. Es decir: tenía “buen diente”.Y en cuanto a divertimentos y ocios, digamos que no le gustaba la fiesta taurina, por lo que, las pocas veces que asistió a ella, fue por compromiso; como le dejaba indiferente el incipiente futbol, aunque sí tenía una gran estima por el teatro, disfrutando mucho de una buena función. Y asistió a conciertos, de Turina y Falla, y a estrenos de Benavente, como El collar de estrellas, o a recitales de danza de La Argentina, a la que admiraba sobremanera. Como le relajaban los viajes a las regiones de España, teniendo ocasión, por ejemplo, de visitar las rías gallegas, de Pontevedra, Vigo o Marín, recorrer los Picos de Europa, o extasiarse ante los paisajes de Asturias. Sin olvidar señalar su viaje a Mérida, con motivo de la inauguración de las reformas del teatro romano, impulsadas por Cipriano de Rivas y por la gran actriz, Margarita Xirgu, quien, en tal ocasión, protagonizó una soberbia Medea, en versión de Unamuno. Aprovecharía Azaña este viaje para inaugurar el parador de turismo de la ciudad extremeña.
Una gran síntesis de su personalidad política es la que nos da alguno de sus biógrafos: Azaña podía equivocarse o acertar en sus decisiones, a veces pecaba de orgullo o de soberbia intelectual, y en otras ocasiones se mostraba remiso a las actuaciones contundentes, pero tenía una actitud ética ante la política, y, desde luego, sus principios estaban muy por encima de los intereses económicos o las corruptelas parlamentarias.
II.- REFORMAS Y PROYECTOS, EN EL BIENIO 1931-1933.
La II República llegó con muchas ilusiones y un arsenal de proyectos. Y es que urgía que el nuevo orden político diera respuesta a un cúmulo de problemas que habían sufrido grandes masas de españoles, durante la Monarquía alfonsina, acostada en la rutina inoperante, e incapaz de iniciar las profundas reformas que el país necesitaba. Mientras, tenía lugar el enriquecimiento de las clases acomodadas, cuando las clases desfavorecidas sufrían grandes penurias, con sueldos y salarios muy bajos.
Así las cosas, los nuevos dirigentes de la República venían cargados de “grandes principios”, convencidos de que habían de bastar la puesta en marcha de “grandes proyectos, desde la puesta en pie de un nuevo orden constitucional a la reorganización territorial del Estado, la redefinición de las relaciones con la Iglesia, la transformación del Ejército y la reforma agraria, la regulación de las relaciones laborales y otras mejoras relativas a la clase obrera. Aunque, en las reuniones celebradas por el comité revolucionario no habían pergeñado un proyecto común. Pero, la sintonía entre los ministros no se adivinaba buena, ya por discrepancias ideológicas, o por disparidades de carácter y de manera de entender su encomienda política. La heterogénea coalición quedaba sostenida por la común pertenencia al Gobierno, pero el trabajo colegiado iba a resultar difícil”.
Llegó, pues, una aparente primavera social, tras la realización de una gran panoplia de reformas, siendo presidente del Gobierno Provisional, Niceto Alcalá Zamora, y ministro de la Guerra, Manuel Azaña, del que, en el bienio, desde septiembre de 1931 a diciembre de 1933, alcanzaría logros muy positivos. Por ello, se equivocan los que afirman que, siendo “un excelente intelectual, estaba condenado a mostrarse vacilante, dubitativo, escasamente dotado para gobernar”. Lo que corrobora el profesor Santos Juliá: “Pero muy mal político no debía de ser, cuando fue, de todos los de la República, el que más tiempo permaneció al frente del gobierno. Y, por lo que respecta a sus dudas y vacilaciones, es curioso que fuese el único de los ministros del gobierno provisional con tan sobradas energías, como para culminar, en solo unos meses, una reforma militar en la que habían venido a estrellarse todos los ministros de la Guerra, militares, o no, de la Monarquía”.
En estas sus primeras semanas de gobierno, no se sabía qué admirarse más si “la moderación del gobierno, o la circunspección de la oposición”. Todo el mundo se felicitaba, aunque el nuevo régimen se vería obligado a realizar reformas, contrarias, incluso, a miembros del mismo partido, que le ponían trabas, así como surgía la ausencia de consensos, falta de colaboración de sectores extremistas, proliferación de nacionalismos rampantes, amén de una fuerte crisis económica y radicalizadas exaltaciones de las fuerzas sociales. Se ha de añadir: “Es cierto que había un poder legítimo, derivado de un parlamento elegido por el pueblo y de un gobierno consentido o amparado por el ese parlamento; pero había también un “poder en la calle”, que, en ocasiones, resultó ser más fuerte y efectivo que el poder gubernamental. La movilización de los españoles, su ansia, con frecuencia, pasional, por intervenir en la vida pública, alcanzó su paroxismo, sin precedentes, quizás, en ninguna época”
Fueron las mayores trabas que tuvo la República, la que, ante su envergadura, ni tuvo los medios suficientes, ni supo, o no pudo crear un ambiente propicio para conseguir lo que esperaba el pueblo español. Hay quienes afirman que tales deficiencias venían porque faltaba un político cuya autoridad moral fuese respetada por todos; pero Azaña no era tenido por tal, ya que éste pensaba que, para gobernar España, era mejor un hombre con “cualidades de zorro y que no descollase demasiado”. Y él no era ni zorro, ni había descollado en exceso. Además de otras causas, que obstaculizaron la buena marcha de la política de entonces, como la ley electoral, que priorizó a un conjunto de partidos coaligados, aunque la diferencia en votos fuese exigua.
Es en este contexto, cuando Azaña, que se había comprometido a realizar las citadas reformas, tuvo que encauzar a las masas populares que deseaban lograr sus objetivos sociales asaltando fincas y heredades, o realizando otros desafueros al margen de las leyes. De ahí que César Vidal expresará, poniendo en duda la supuesta democracia del nuevo régimen: “La leyenda rosada de la II República, no sólo ha insistido en el carácter absolutamente impecable de su proclamación, sino que, además, ha identificado a los republicanos con la democracia y desechado como antidemócratas a los monárquicos. Se trata de una visión de lo sucedido, durante los años treinta, que ha apoyado expresamente el actual presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. Sin embargo, como tantas afirmaciones más conectadas con la intencionalidad política que con el estudio de las fuentes documentales, ésta no pasa de ser una colosal mentira histórica”.
Pero todas las reformas iban a costar mucho esfuerzo, pues la República no sólo se iba a quedar en un “cambio de gobierno”, sino que iría a un “cambio de vida”, para lo que se debía incorporar la clase obrera al sistema político y al gobierno del Estado. Lo mismo debía suceder con la juventud, que tenía que recibir una educación laica y moderna, capaz de yugular la lacra del analfabetismo, y la Iglesia abandonar la enseñanza, dentro de una sociedad libre y democrática. Las perspectivas eran hermosas, y el planteamiento, excitante, pero un tanto utópico, lo que corrobora Santos Juliá: “De estas grandes expectativas, pasados dos años, sólo quedaban rescoldos. Pronto se cuartearon las esperanzas, al tener que reprimir serios incidentes y desórdenes, lo que requería una rígida política de orden público.
De ahí que los acontecimientos del 10 de mayo de 1931, empezaron a dar problemas, con motivo de la inauguración de los locales del recién creado Círculo Monárquico, en la calle de Alcalá, donde el ministro de la Gobernación, Miguel Maura, ordenó a la Guardia Civil que disolviera a la multitud, mientras ésta observaba el espectáculo, con la pasividad de la fuerza pública. A la mañana siguiente, el 11 de mayo, prendieron fuego a la casa profesa de los Jesuitas y templo de San Francisco de Borja, de la calle de la Flor, quemándose su biblioteca, considerada la segunda de España, después de la Biblioteca Nacional, formada por 80.000 volúmenes, entre ellos ediciones príncipes de Lope de Vega, Quevedo o Calderón de la Barca. Los jesuitas huyeron a través de los tejados, mientras los incendios vandálicos se extendían a otras ciudades del país. Alcalá Zamora, preguntado por la causa de tales incidentes, contestaría: “Debido al número extraordinario de conventos que han en España…”.
Pero, ante el temor de dimisión de Maura, fue controlada la situación de la capital, y en las demás ciudades que también sufrieron quemas de conventos e iglesias. Las vacilaciones de Maura fueron una quiebra de la confianza prestada por las derechas y los monárquicos, ante el espinoso problema religioso. Y aunque la Iglesia había ordenado “respeto y obediencia” al gobierno de la República, el cardenal Arzobispo de Toledo, Segura Sáenz, dirigió una pastoral a obispos y fieles, considerando al régimen republicano como una “gran desgracia”, a la vez que elogiaba al destronado Alfonso XIII, y al “viejo orden oligárquico y del oscurantismo padecido durante más de un siglo”.
El 14 de julio de 1931, se celebraba la apertura de Cortes Constituyentes, con discursos en el Congreso inflamados de patriotismo, donde se procedía a elaborar una Constitución, en que la mano de Azaña sería muy visible, en medio de amplios debates y sonoros enfrentamientos, “sin asomo de consenso, para aplastar a sus adversarios”. De esta Constitución se dijo que había sido una “alternancia hostil, una confrontación a muerte, un caos y un arrebato para la confrontación. Tal “agresión” azañista hizo que éstas movilizaran a los católicos contra los artículos de la Constitución que, según ellos, iban contra sus intereses y creencias, promoviendo una fuerte ofensiva contra Azaña y su gobierno, de coalición republicano-socialista. Pero, como afirman Casanova y Gil de Andrés, Azaña y los gobernantes republicanos despreciaron el poder de la Iglesia y de los católicos, por lo que, tras dos años de República, los tenían allí movilizando, en frente, a las masas en la calle, en los medios de comunicación y en el púlpito.
Otros definieron la nueva Constitución de sectaria, intervencionista y estatalista. Para Melquiades Álvarez, la Constitución no reflejaba el sentimiento nacional, y aconsejaba una República que no asustara a nadie. Marañón señaló que “no era viable”, y, años después, Alcalá Zamora dijo “que invitaba a la guerra civil”; Ortega, que no tenía “pies ni cabeza”, Unamuno, que era “un código de compromiso”, llegándose así al camelo. Y eso es lo peor”. No obstante fue presentada por otros como un medio conciliador entre la extrema derecha y la izquierda radical. Ricardo de la Cierva niega esto, subrayando que eso era “una gran falsedad”, porque Azaña era “un gran jacobino y no un moderado”. No obstante, en este bienio, se realizaron reformas importantes, de las que había Azaña dejado constancia, en sus diarios.
Entre los fines conseguidos, se han de mencionar: Una democracia parlamentaria, sin decreto de disolución, al arbitrio del jefe del Estado. Un ejército profesionalizado. Incorporación de los socialistas a la gobernación del Estado. La separación de éste y la Iglesia, a la que se consideraba como una “potencia extranjera”. A esto contestará La Cierva: “Esto es indigno de Azaña; más que de una enormidad se trata de una insondable estupidez que debería avergonzar a los promotores de su mitología y no enardecerlos”. Su proclamación de que “España ha dejado de ser católica” venía a corroborar dicha histórica afirmación. A lo que seguía otro arpón lanzado sobre las órdenes religiosas: “A las órdenes religiosas tenemos que proscribirlas en razón de su temerosidad para la República”. Esto es lo que le interesaba a Azaña, sigue diciendo citado historiador: “arrancar de España la enseñanza religiosa, el pensamiento religioso, las cultura religiosa.”
Ante el ataque de que era víctima la Iglesia, se levantó en el país un fuerte clamor de las derechas, que veían en los “antros masónicos y en las logias” los verdaderos artífices de tal operación, por medio de un “laicismo agresivo” y una “invasión sacrílega en la soberanía espiritual de la Iglesia”, violación de cementerios, incendios de templos y conventos, etc. Los obispos levantaron su voz contra esta situación, pero Alcalá Zamora firmaría el documento, mientras que Pío XI publicaba una encíclica condenando dicha ley. No obstante, sin poder sufrir más la feroz oposición a que fue sometido, el presidente dimitió.
Se de añadir la expulsión de España del obispo de Vitoria, Mateo Múgica, en mayo de 1931, acusándosele de “haber politizado sus visitas pastorales a la diócesis”. Otra de las consecuencias de tal laicización fue la secularización de los cementerios, prohibición a las autoridades gubernativas y a las Fuerzas Armadas de participar en actos religiosos, supresión de las cuatro Órdenes Militares, privación a la Iglesia de participar en los Consejos de Instrucción, supresión de honores militares al Santísimo Sacramento, a su paso por las calles; supresión de la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas primarias y en las superiores, prohibición del Crucifijo en las escuelas públicas, libertad de cultos, intervención del Estado en el tesoro artístico de la Iglesia, infracción de la inmunidad personal eclesiástica, y, especialmente, incendios de iglesias, conventos y palacios eclesiásticos.
Así mismo, se prohibió el toque de campanas, procesiones, bautizos, bodas y funerales. En esta línea de hostilidad contra la iglesia católica, señalemos la expulsión de cardenal Pedro Segura, -antiguo obispo de Coria-con las bendiciones del nuncio en Madrid, Federico Tedeschini, y del director del Debate, Ángel Herrera, “por bien de la paz” y las exigencias del Gobierno de la República. Segura fue sustituido por el pr